La sala parda
Para los veteranos, el Publi que ahora desaparece no tiene mayor peso sentimental. Sí lo tenía la vieja sala del mismo nombre, situada pocos metros más arriba, junto a València. Tenía la entrada en forma de pasillo largo y sombrío, flanqueado por escaparates publicitarios. El que daba más miedo era el de Polil, un tratamiento antipolilla anunciado con un fantasmagórico abrigo agujereado, aunque también imponía lo suyo el de Cerebrino Mandri, cejijunto doctor embutido en un severo frac y con el índice vuelto autoritariamente hacia el suelo.
El local olía a desinfectante: no hería del todo, pero sí penetraba hasta tal punto que el "olor a Publi" constituía una categoría olfativa precisa. El color dominante de la pintura y la tapicería era el pardo militar, como el de La Vanguardia Española de la calle de Pelai, por entonces Pelayo a todos los efectos. Ya dentro de la sala atendía invariablemente el No-Do, noticiario fascista que permanecía semanas en cartel. No se actualizaba, el tiempo no corría: eso sí era puro on line, tiempo real y único.
Para el niño, el documental solía ser un tiempo muerto en el que siempre salía el mismo abuelete afable inaugurando cosas tan abstrusas como un pantano o una planta química. Antes o después aparecía algún reportaje simpático, como el del último nacimiento de una pareja de chimpancés en el zoo, pero en general esperábamos ansiosos que apareciera la popa de barco con la bandera española al viento para pasar del plomizo informativo al Festival Tom y Jerry, que era a lo que íbamos.
Durante años, el Publi fue un cine infantil donde los inmortales de Walter Lanz se alternaron con los clásicos de Walt Disney. Más tarde tuvo el extraño privilegio de convertirse en la primera sala de España de "arte y ensayo" (hubo choteo sobre el género: se reía por muy poco...). ¿Dieron allí El niño salvaje, de Truffaut? Tal vez, aunque puede que se trate de una transferencia indebida de infancias. A la salida oscurecía sobre el paseo de Gràcia y el farolero, armado con una prodigiosa pértiga encendida, alumbraba de una en una las farolas de gas dejando tras de sí un demoniaco rastro de luz.
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