Siniestro total
La realidad hay que tomarla como es. No estamos sólo ante una crisis derivada del no francés y del no holandés a un determinado referéndum. Ambos resultados son más bien síntoma de algo previo, de un malestar general que recorre toda Europa a distintos niveles y con distintas modulaciones. "Europa", así, con comillas, como proyecto político y jurídico, se encuentra sumida en una profunda crisis, una crisis inseparable de la del propio ideal que la dio a luz. "Tenía que ocurrir; antes o después, esto tenía que ocurrir", es un comentario escuchado varias veces estos días en Bruselas que comparto plenamente. Seamos sinceros con nosotros mismos. Ha estallado el método de construcción europea seguido hasta hoy. Esto, la UE, ha sido demasiadas veces una construcción hecha por y desde las élites, que se comunicaba después al pueblo como el cardenal camarlengo anuncia un nuevo Papa. Así ha ocurrido desde la creación de la CECA. Incluido el euro. Incluido Schengen. Incluidas las sucesivas ampliaciones. Incluido todo. Y, a pesar del esfuerzo impresionante que se hizo con la Convención europea, así ha parecido también esta Constitución. Un método que ha podido funcionar mientras los efectos que los ciudadanos percibían eran globalmente positivos o, cuando menos, neutros, en un marco de crecimiento económico y de empleo, de seguridad después de una guerra, de libertad recuperada después de una dictadura. Pero de una adhesión al proyecto se fue pasando en muchos casos a un desapego, reflejado en cada votación europea ante la mirada indiferente precedida de un tímido lamento de todos nuestros líderes políticos.
O así era hasta ahora. Ha bastado que en un par de Estados fundadores de la Unión algunos tuvieran verdadero interés -por convicción legítima o por oportunismo personal, según los casos- en agitar a la opinión pública y movilizar el debate para que esa pasiva aceptación semi-religiosa de la evolución europea haya saltado por los aires. Qué más da que en ocasiones se hayan producido debates surrealistas, o que se haya mentido sobre lo que dice o calla el texto constitucional. No nos engañemos: eso ha podido ocurrir porque en toda Europa la ilusión, la emoción, estaba casi siempre del lado del rechazo y del no. Llevo mucho tiempo sin ver a nadie con autoridad moral o con peso político (con ambos a la vez es hoy casi impensable) defender la Europa que tenemos con la mitad de entusiasmo y convicción que cualquiera de sus detractores. Hablo de la Europa que tenemos, insisto: no me refiero a esos discursos genéricos sobre Europa, llenos de banderitas y lugares comunes, que valen hoy igual que hace 20 años. Alguien con capacidad de convencer o con poder político que dedique su energía, su saber y su autoridad a buscar en los ciudadanos la adhesión de la ilusión, la de las emociones y las convicciones profundas, y no sólo el apoyo racional, triste y sin alma a esta realidad política que la Constitución europea pretendía organizar y mejorar.
Tendremos tiempo para continuar con ese análisis de cómo hemos llegado hasta aquí. Falta una perspectiva que quizá sólo recibiremos en su día de manos de los historiadores. Pero es indispensable ahora que todos los que de forma individual o colegiada tenemos alguna capacidad de influir en el futuro de Europa abramos bien los ojos y tomemos conciencia de dónde estamos como condición necesaria para poder decidir cuál es la posible dirección a seguir. Y de entre las diversas opciones, si hay una que me parece sin sentido ninguno es la de continuar como si no hubiera ocurrido nada. Me resulta incomprensible esa posición oficial según la cual deberíamos perder un año o más sin tomar decisiones de fondo que reorienten nuestro futuro común, si es que aún somos capaces de compartirlo entre todos. El proceso de ratificación ha entrado en una vía muerta, y no entiendo la dificultad en detener un tren que no va ya a ninguna parte. Una dificultad que no puede ser jurídica, por cierto: las previsiones de una norma que no está en vigor sobre su propia entrada en vigor no pasan de ser declaraciones políticas de primer nivel y no pueden ser vinculantes para nadie. ¿Respeto a la igualdad entre los Estados miembros? Esa igualdad políticamente no existe ni ha existido nunca. Pero aunque se quiera mantener formalmente, el hecho cierto es que el tratado que conocemos como Constitución europea no tendrá nunca fuerza jurídica, pues la unanimidad que precisa (que es la que exige Niza para su reforma, no se olvide) está ya descartada. Ese documento articulado es arqueología jurídica, un referente quizá para futuras alternativas, desguazado para salvar del mismo sus elementos más nobles, como la Carta de Derechos Fundamentales. O algo que será estudiado como prueba de hasta dónde creyeron llegar los europeos en su ambicioso proyecto común, sin que nunca más hayan alcanzado un acuerdo que permitiera compartir tanto entre tantos. Nadie lo sabe. Pero lo cierto es que estaríamos pidiendo a los ciudadanos, o a los parlamentarios, que voten un texto que nunca se les podrá aplicar. ¿Tiene eso sentido? ¿Y nos podemos permitir esa espera, esa parálisis durante más de un año, sin empezar a trabajar en serio para buscar alguna solución alternativa? Tras el incendio, el edificio no es ya recuperable. Iniciemos su demolición sin más demora, o cuando menos hágase la declaración oficial de siniestro total, pues sólo así podremos empezar todos a trabajar seriamente en un nuevo proyecto. Las soluciones no son para hoy ni para mañana, pues la complejidad política y jurídica es inmensa. Pero el debate de fondo no puede esperar.
Ignasi Guardans es vicepresidente de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Parlamento Europeo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.