Un país demediado
Partido en dos por el Miño, como un navajazo. A un lado y a otro, las mismas gentes, el mismo paisaje, la misma lengua. La ruptura data del siglo XII, cuando aún no había patrias ni fronteras. Había súbditos, y cada uno tenía que saber qué señor lo avasallaba. La cosa empezó con una querella de frailes. Braga era la archidiócesis primada de la antigua Galicia total. Cuando llegaron los musulmanes, sus arzobispos se instalaron en Lugo provisionalmente. El exilio duró dos siglos. En el año 814, o quizá en 820, en la Galicia del Norte se descubrió un sepulcro y, sin que sepamos muy bien por qué, todos empezaron a decir que era el del Apóstol Santiago. Cuando Braga fue reconquistada sus arzobispos reclamaron su primacía sobre toda Galicia. Todo se complicó cuando en el año 1120 Gelmirez fue nombrado primer arzobispo de Compostela. La Iglesia de Braga, que tenía serias dudas sobre quién era aquel a quien habían enterrado en Galicia, seguía manteniendo su primacía, que Santiago no reconocía. Gelmirez, una curiosa mezcla de vulpeja y condotiero, preparó una visita a Braga con el pretexto de hacer las paces. El arzobispo de Braga, don Giraldo, lo recibió con cortesía portuguesa, le preparó unas empanadas, e incluso le cedió su cuarto en el palacio. Pero aquella noche, en secreto, los hombres de Gelmirez robaron las reliquias que atesoraba Braga: unos huesos de San Cucufate, el cuerpo de San Fructuoso, la calavera de San Víctor y algunas piezas dentarias memorables. A uña de caballo Gelmirez y sus hombres volvieron con las reliquias a Santiago. La Crónica Compostelana, compuesta por turiferarios de Gelmirez, llama a esta acción "pío latrocinio". Los portugueses lo tomaron muy a mal. Y así se rompió el país, hasta tal punto que el primer puente que se tendió sobre el Miño entre ambos países data del siglo XIX. Quedaba la "raya seca" por la provincia de Ourense. Y por allí huyeron durante siglos los mozos gallegos para librarse del servicio militar. Luego, en 1936, escapaban por allí, sin mojarse, los republicanos huidos de la violencia fratricida. Salazar los reenvió a Franco a casi todos y muchos acabaron criando malvas en las cunetas.
Las dos acrópolis, Valença y
Tuy, se miraban ya enemigas. Y así pasaron siglos. Hoy, cuando se cruza lo que fue frontera, todo parece igual a un lado y a otro: la única diferencia es la lengua. Por el lado de allá hablan una variante del gallego, y de este lado usamos una manera distinta de hablar portugués. El vocabulario es el mismo, la sintaxis casi idéntica. Las diferencias son fonéticas, aunque abismales. La lengua nació en el norte y se extendió hacia el Duero. Allí había ciudades mozárabes como Coimbra y Lisboa, y estos cristianos hablaban su lengua, muy semejante al gallego. Algunos filólogos portugueses sostienen que el portugués moderno nació del mozárabe y no del gallego. Son querellas de tribus culturales. En Galicia hay quien dice que el gallego debería escribirse con ortografía portuguesa y no con la normativa castellanizada: son los "reintegracionistas". Pero la fonética manda, y cinco siglos de castellanización han impuesto su ley.
Un país demediado, sí, pero en lenta recomposición. Se habla de crear una eurorregión desde el Duero al Cantábrico, pero nadie pone mucho interés, hasta el punto de que los portugueses quieren suprimir el tren transfronterizo, pintoresco, lentísimo como el de Stephenson. Antes, en aquel tren abundaban las contrabandistas de café: viejas enlutadas, huidizas, con las sayas abombadas por los paquetes de café de Angola o sabe Dios de dónde. Olían a gloria aquellas matuteras. Hoy, miles de gallegos cruzan el Miño por puentes de trinque para ir a comer, bien y barato, en Portugal. Los de la ribera portuguesa van a comprar a Vigo, a unos grandes almacenes cuyo nombre no recuerdo. Ya no hay frontera. Cuando la había, desde el siglo XV, muchos miles de gallegos emigraron a Lisboa. Allí, en el XVIII, eran casi todos carboneros, panaderos, mozos de cuerda o montaban un figón. Creo que los gallegos nacemos siempre con vocación de posaderos. Los portugueses, en Galicia, eran herradores y serranchines. Todos, a un lado y otro del río, unos vecinos más. Camoens, Eça de Queiroz, Pessoa, tuvieron antepasados gallegos: alguna lavandera o algún feriante sobrevivía en su sangre. Ellos, demediados también, en un país partido en dos.

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