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Columna
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La Base

Los trabajadores de la Base Naval de Rota han reanudado sus protestas. Hasta hace unos años, disfrutaban de ciertos privilegios fiscales, pero luego vinieron los castigos salariales. Según estén en el gobierno o en la oposición, los partidos políticos aplican promesas desvaídas o se suman con sus protestas solidarias al conflicto, que tiene muy mala pinta: ni las promesas ni las protestas parecen servir de nada, porque los políticos que prometen no cumplen y los que protestan no están en condiciones de cumplir. La administración española se escuda en la administración norteamericana, mientras que la administración norteamericana se escuda en sí misma.

La Base Naval de Rota fue, hace décadas, no ya una fuente de riqueza, sino la mismísima Jauja, al menos para algunos. Salarios muy elevados, obligaciones de obligatoriedad relativa, contrabando fácil... Los soldados norteamericanos estaban dispuestos a gastarse los dólares con el atolondramiento propio de la juventud y de los ricos repentinos en un país pobre. Los taxistas eran felices gracias a las tarifas oscilantes. Las prostitutas de toda la provincia peregrinaban hasta la Avenida de San Fernando cuando desembarcaba la VI Flota y formaban un pasillo perfumado en las dos aceras, en armonía con las profesionales residentes, que no podían dar abasto. La hostelería brindaba sus babilonias de penumbra, de enchiladas picantes, de camareras exóticas y de rock & roll. Las furgonetas de la policía militar norteamericana patrullaban el pueblo para mediar en las trifulcas y para recoger a la soldadesca borracha. En los bares sonaba la música del momento: Led Zeppelin, Deep Purple, los Doors, Uriah Heep, Jimi Hendrix... En cualquier calle había aparcados chevrolets, jaguars, pontiacs, mustangs, plymouths, al lado de las derbis y motoguzzis de los camperos y de los Seat 850 de la pujante burguesía local. De repente, aparecía una pandilla de Ángeles del Infierno, con sus choppers de cromados relucientes, con sus emblemas satánicos. Había pizzerías, y laundries, y cabarets, y restaurantes chinos, y heladerías cosmopolitas, y una plaza de toros en la que no era rara la actuación de algún torero guiri envenenado por las pasiones fuertes de la tauromaquia. Los niños ocultábamos donde mejor podíamos las páginas arrancadas del Playboy. Todo el mundo fumaba rubio. El inglés era el idioma de la prosperidad, y la gente lo estudiaba en academias nocturnas con el afán de encontrar una colocación en la Base. Y así sucesivamente.

Hoy no queda nada de eso, de aquel esplendor extravagante, de aquella euforia colectiva.

Antes de que amanezca, los trabajadores de la Base se concentran para exigir lo que todo el mundo sabe que les corresponde, aunque nadie parece estar dispuesto a dárselo, quizá porque se les considera supervivientes anacrónicos de una edad de oro desvanecida, los náufragos de un sueño megalómano. El conflicto laboral prosigue, y mucho me temo que proseguirá aunque se solucione, porque es el síntoma de un conflicto mayor: ¿qué pinta en la bahía de Cádiz una base militar para uso norteamericano, con la de bombas que tiran esos fanfarrones?

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