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Columna
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Agoreros

Cuando Jimmy Carter llegó a la presidencia de Estados Unidos en 1976, entraron aires frescos en la Casa Blanca. Hastiados con las corruptelas y el Watergate, y ante el duro acartonamiento de Ford, Carter pudo obtener los votos de las clases medias y especialmente de los negros. Representaba el candor, la integridad y el gobierno del pueblo. Es sabido que todo aquel capital fue dilapidado por sus errores de cálculo. En política exterior, pongamos, tras volver a la política liberal de Wilson por los derechos humanos, buscó negociar con los soviéticos la reducción del arsenal estratégico (SALT II, 1979). Pero, de entrada, Bréznev le dio un sonoro portazo. Por lo demás, a los pocos meses de la firma, la URSS invadió Afganistán, con lo que Carter se vio obligado, contra su promesa inicial, a aumentar el gasto militar. El secretario de Cyrus Vance, canciller estadounidense que en 1977 viajó hasta Moscú con la propuesta de desarme y en cuyo trasero recibió EEUU la patada de Bréznev, declaraba recientemente que el hecho generó una gran desconfianza en la opinión norteamericana sobre la capacidad de gestión y cálculo político del equipo de gobierno de Carter. Etcétera. La ilusión inicial se tornó en torva frustración. Hasta aquí los hechos, el pasado, la historia.

No seré yo quien haga traslaciones estúpidamente mecánicas, a las que somos aficionados aquí y en las que nunca he creído. No. Simplemente señalo que hay maneras y maneras de gobernar. Aire fresco fue lo que Rodríguez Zapatero trajo al gobierno de España. Un aire fresco que, tras el aznarismo, necesitábamos con premura. Abrió las ventanas... y alguna compuerta. Despertó expectativas en las autonomías y en algunos casos, como ocurre en Cataluña, hizo que las apuestas se dispararan. No resultaría inquietante si la cosa la gestionara gente como José Montilla, ministro de Industria. Pero debe contar también con los Carol Rovira y Pasqual Maragall, turistas en Jerusalén. O con Antoni Castells, conseller de Economía que equiparaba sus propuestas hacendísticas a las de Alemania y Canadá, sin mencionar que en la primera las propuestas de los landër han de ser aprobadas por el Bundesrat (senado federal) y que Canadá es una confederación con un complejo entramado de relaciones hacendísticas. Mientras tanto, aquí nada se hace para reformar nuestro Senado en ese sentido territorial.

Está, por otro lado, la política antiterrorista expresada en la resolución del Congreso de un posible diálogo a futuro con ETA, una vez ésta se haya desarmado. ¿Para qué solemnizar lo obvio?, me pregunto. Ya se hará cuando eso suceda. Mientras tanto, perseverancia. Hay quien, cargado de buena voluntad y también de prevención, avala aquella resolución subrayando que debe hacerse justo en estos momentos de debilidad de ETA (para que no se grapifique), sin ninguna concesión política ni a ésta ni al nacionalismo democrático. Lo contrario sería agorerismo (en otro tiempo se le llamaba derrotismo), ser un Jeremías que no hace sino vislumbrar calamidades sin fin.

Hablemos de hechos. Zapatero se reúne irregular y oficialmente con el lehendakari, ya en funciones, tras las elecciones vascas, reunión sobre la que no informa al partido de la oposición (¿y el Pacto Antiterrorista?). Ibarretxe mete su Plan en el cajón, que no en la papelera. Se aprueba la controvertida resolución en las Cortes (otra cosa es que el PP juegue tras ello al oportunismo político). Josu Jon Imaz lanza cantos de sirena al PSE, que ahora mismo no se caracteriza por las virtudes de Ulises (atarse al mástil de una política resuelta). Hay, por otro lado, indicios claros de que desde Madrid se presiona al socialismo vasco a favor de cierta cohabitación o condescendencia con el PNV. En el Ayuntamiento de Vitoria (Álava, la manzana prohibida del PSE), PNV y PSE firman un acuerdo contra toda lógica urbanística y, sobre todo, contra el PP (traslado del Auditorio proyectado a la periferia de Lakua).

Y ahora también algún augurio (de regalo, pues esto no entra en el sueldo). Tras dos-tres votaciones, el tripartito, con Aralar, forma gobierno. El PSE suaviza su oposición, y, sobre todo, entra a negociar con el tripartito un nuevo Estatuto. A cambio, el PSE se hace con la Diputación de Álava. (Augurio nada descartable dada la contumacia de Rojo en su día y los actuales ensayos.) En resumen, la propia resolución fue ya una concesión política al PNV. Con la necesidad que aquí tenemos de aire fresco...

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