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Columna
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Homofobia

Rosa Montero

La Audiencia Provincial de Lugo ha sentenciado que una transexual sólo puede ver a su hijo (nacido de su matrimonio como hombre) tres horas cada 15 días, y en presencia de dos psicólogos y de su ex esposa. Un dictamen injustamente restrictivo, si tenemos en cuenta que muchos padres maltratadores son autorizados a convivir con sus víctimas, es decir, con sus niños. "Me gusta estar con papá aunque se maquille", ha dicho el crío, de siete años. Y eso es lo peor, según los jueces. Porque la sentencia llega a decir que un sistema normal de visitas supondría un riesgo para el menor, que se iría habituando ("como de facto ya está haciendo, pues la relación afectiva es buena") a la decisión del cambio de sexo. O sea, reconocen que la relación está bien, pero a pesar de eso, o más bien justamente por eso, castigan al progenitor. Cuán rigurosos son estos cancerberos de la ortodoxia gonadal. Desde luego un cambio de sexo no es algo baladí, pero, ¿de verdad creen que una buena relación con un padre así puede dañar más que un padre alcohólico o violento? ¿O que un simple mal padre que no ame a su hijo?

Llevo meses asistiendo con aturdido pasmo a la polvareda de quejas iracundas que la ley de matrimonios homosexuales está levantando en ciertos sectores de nuestro país. Me asombra que un tema tan nimio encocore a la gente de tal modo. Con la que está cayendo, y la de asuntos gravísimos que se están dirimiendo (como, por ejemplo, la negociación con la banda criminal etarra y el arrumbamiento de gente tan valiosa como Rosa Díez o Maite Pagazaurtundua), y resulta que lo que más inquieta a algunos tipos es la legalización de una situación habitual y amable, a saber, el emparejamiento de homosexuales. Aunque no es la legalización lo que más les enrabieta, sino que el vínculo se denomine matrimonio. Es decir, lo que no pueden soportar es la normalización, y que un gay sea equiparable a un heterosexual. Yo creía que la moderna sociedad española era menos homofóbica, pero esta estampida de ciudadanos sexualmente frenéticos, fieros guardianes de la pureza hetero, me ha dejado turulata. No entiendo sus miedos. O sólo los entiendo si les imagino poniéndose clandestinamente las medias de su esposa, encerrados en el baño de madrugada.

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