La rebelión de los ciudadanos continúa
La Constitución europea es ya cosa del pasado. Como partidario de ella, uno puede lamentarlo, pero no hay otra conclusión posible después de que los ciudadanos de dos países que se cuentan entre los socios fundadores de la Unión Europea hayan rechazado el tratado por considerable mayoría. El intento de ofrecer una interpretación diferente no haría más que aumentar la distancia entre ciudadanos y políticos europeos. La propuesta de Bruselas de proseguir con el proceso de ratificación sencillamente para obligar luego a los países que han dicho que no a entrar en razón va a fracasar definitivamente por la negativa británica a celebrar un referéndum.
Ahora, cuando los partidarios del no han ganado el referéndum, ha llegado el momento de iniciar nuevas negociaciones y de ponerse a reflexionar, sobre todo en los círculos que proclamaban el sí. La mayor derrota de los partidarios del sí consiste realmente en que durante la campaña del referéndum el hecho de votar en contra se empezó a convertir en una señal de prudencia. Pese a los muchos intentos de tildar el rechazo del tratado de decisión irresponsable, cada vez se ha ido imponiendo más la impresión de que con una Europa del euro, de la ampliación hacia el Este y dotada de una Constitución, se estaba entrando en una bien incierta aventura, que el sí significaba poner en marcha demasiadas cosas demasiado deprisa, y que con ello se autorizaba un plan sobre el que nunca se había decidido con procedimientos democráticos. Detrás del rechazo a la Constitución europea se esconde la resistencia contra el euro y contra la ampliación al Este, una resistencia que nunca hasta ahora había tenido la oportunidad de expresarse.
Siempre se oye la queja de que los adversarios de la Constitución no lo hacen por política europea, sino por consideraciones de política nacional. El proyecto, según esto, habría fracasado porque los gobiernos no gozan de popularidad. Eso es naturalmente absurdo, ya que el objetivo de la política europea es unir la política exterior y la interior. ¿No oímos continuamente a nuestros gobiernos decir que el sesenta por ciento de las leyes se hacen en Bruselas? ¿Cómo íbamos a separar en caso semejante nuestro veredicto sobre la Constitución del que hacemos sobre nuestros gobiernos?
Aquí no sólo estamos presenciando una campaña organizada muy torpemente, que se inició demasiado tarde, o un problema de relaciones públicas. Los paralelismos con el año 2002 no pueden habérsele escapado a nadie: ese año Francia vivió el auge de Le Pen, quien en la primera ronda consiguió más votos que el primer ministro socialista Lionel Jospin, mientras en los Países Bajos Pim Fortuyn causaba una conmoción política. Ni en Francia ni en los Países Bajos se ha reducido considerablemente el malestar en estos tres años, y este malestar tiene mucho que ver al fin y al cabo con la cuestión de "¿quiénes somos hoy en día y qué va a quedar de nosotros en un mundo crecientemente globalizado?". En este aspecto el debate sobre la sociedad multicultural se parece al debate sobre Europa, pues en ambos casos, durante años, se ha evitado tratar del malestar creciente que se manifestaba con claridad en la sociedad.
Lo que importa es menos el miedo que una sensación de pérdida perfectamente comprensible. Estamos perdiendo algo que conocíamos bien y que nos gustaba: la imagen de una sociedad relativamente armónica y ordenada. Los años pasados, cuyos peores momentos fueron dos atentados de carácter político, han puesto de manifiesto en los Países Bajos una inquietud que no había existido antes y que ha mostrado ser algo más que un fenómeno pasajero. Los conflictos sociales y culturales se han hecho más agudos. El rechazo masivo de la Constitución de la UE demuestra que los viejos métodos de superar las contradicciones y de crear consenso han dejado de funcionar. Prosigue por tanto la rebelión de los ciudadanos.
Pero el recurso de volver a la imagen determinada de una comunidad tal y como existió anteriormente es una reacción tan comprensible como insuficiente: "Que nuestro país vuelva a ser como antes" o, de manera algo más grosera, tal como se pudo oír en la televisión británica recientemente: "We want our fucking future back" ["Queremos recuperar nuestro jodido futuro"]. La generación de la reconstrucción de posguerra veía todo esto de otra manera, pues sabía que sus hijos iban a tener una vida mejor. En los Países Bajos ha aumentado un fuerte sentimiento de que lo que nos espera es menos que lo que teníamos. Y no somos los únicos que piensan así. En muchos países de la UE los ciudadanos contemplan con inquietud el futuro y buscan afirmación en los privilegios del pasado más reciente.
La movilidad de personas, mercancías y dinero a través de las antiguas fronteras se ha desarrollado impetuosamente. Con ello han disminuido las posibilidades de darle forma a la sociedad nacional propia. Dicho de otra manera: la libertad individual ha aumentado enormemente al tiempo que lo ha hecho la sensación de impotencia. Diversos estudios han concluido que hay una brecha entre las opiniones sobre la vida privada y la pública. Mientras muchos piensan positivamente sobre su propia vida, la actitud ante la sociedad está teñida de impresiones negativas. La sensación de inseguridad se ha extendido mucho en las sociedades modernas.
En el plazo de unas pocas décadas, Europa se ha convertido en un gran mercado común con un elevado grado de libertad de movimientos. Claro que esta ampliación de la libertad ha creado también un nuevo problema de seguridad. Después de la supresión de las fronteras interiores se planteó una cuestión muy urgente, la de cómo asegurar las fronteras exteriores. ¿Cómo combatir la criminalidad internacional y el terrorismo que opera internacionalmente en una Europa en la que cada uno puede moverse más o menos con entera libertad? ¿Cómo impedimos que países como España, Italia, Grecia o Polonia se conviertan en puertas de entrada para los inmigrantes ilegales? Hoy cada uno va por su propia vía. Mientras el Gobierno holandés intenta con gran dificultad expulsar a unos diez o quince mil peticionarios de asilo cuyas solicitudes fueron denegadas sucesivamente en todas las instancias, España concede el permiso de estancia a setecientos mil inmigrantes ilegales.
En esta esfera se encuentra el mayor problema de legitimación de Europa; sobre todo, después de la ampliación al Este, muchos ciudadanos consideran la Unión Europea más como una fuente de inseguridad que como una protección. La eliminación de las fronteras ha llevado en numerosos países a la subida al poder de políticos que propugnan el cierre de las fronteras. Esto es el síntoma de un problema más profundo al que Europa sólo podría dar respuesta convirtiéndose también en una comunidad que garantice la seguridad.
La inseguridad hace al mundo más pequeño, por la sencilla razón de que las personas en esta situación tienden a encerrarse todo lo que pueden. Sobre todo en los países pequeños como Dinamarca, Austria, Bélgica, Suiza y los Países Bajos se puede observar nítidamente este movimiento de retirada. Por lo demás se trata de sociedades que mostraron un alto grado de solidaridad y de confianza, y que por eso reaccionan tan sensiblemente ante un mundo que introduce en sus países conflictos sociales y culturales muy considerables. Claro que también países de mayor dimensión, como Francia y Alemania, dan claras muestras de nerviosismo; Chirac y Schröder podrían decir bastante al respecto.
La inseguridad llega en un momento de competencia internacional más fuerte con los países de bajo nivel de salarios en Oriente Próximo y sobre todo en el Lejano Oriente, lo que genera una fuerte presión sobre nuestro sistema de bienestar social. El Estado de bienestar que conocemos hoy tendrá que cambiar. El mercado común en Europa es la única posibilidad de oponer un contrapeso suficiente ante la nueva competencia de países como China y de defender el núcleo de nuestro modelo social. No se ha logrado convencer a los ciudadanos de ello porque no existe una visión clara del futuro del sistema de bienestar. Muchos ven en Europa el vehículo para realizar una liberalización sin límites. Entretanto el fontanero polaco que les quita su trabajo a los profesionales locales ya se ha convertido en un personaje proverbial. Pero aunque la gente acuda en masa cuantas veces quiera para manifestarse en Amsterdam, París o Berlín, no habrá manera de evitar la necesidad de realizar reformas profundas.
Éstas son las cuestiones que tienen que preocuparnos en los próximos años. Se ha demostrado que era demasiado pronto para una constitución de la UE que propiamente no era una constitución, sino más bien una mezcla de tratado multilateral clásico y auténtica constitución. La labor de las instituciones puede mejorar con un nuevo tratado, y posteriormente habrá que seguir elaborando una constitución de verdad que pueda entusiasmar a la gente.
Quienes manifiestan que Europa está viviendo su mayor crisis después de este doble rechazo no conocen la historia de la integración europea. Ya han ocurrido cosas parecidas: "Reculer pour mieux sauter", dar un paso atrás para poder dar dos pasos adelante. No hay que exagerar la gravedad de lo ocurrido. En los años cincuenta se demostró que la unión de defensa llegaba demasiado temprano. Pasaron treinta años hasta el establecimiento de la unión monetaria, y en política agrícola siempre ha habido un conflicto detrás de otro.
Lo que se pretende demostrar: también los fracasos forman parte de la unificación de Europa. El referéndum muestra una gran distancia entre el pueblo y sus representantes, y eso ocurre también en muchos países. Las rectificaciones necesarias pueden conducir a una nueva coincidencia entre ciudadanos y políticos. Por doloroso que pueda resultar, el doble rechazo a la Constitución de la UE es el comienzo y no el final de la democratización de Europa. Ahora ha llegado el momento de sacar las consecuencias. Europa no debe garantizar sólo la libertad de sus ciudadanos, sino también -con más fuerza que ahora- su seguridad.
Paul Scheffer es profesor universitario, escritor y periodista holandés. Traducción de TISSA.
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