Tovarich
Al amanecer, el vuelo chárter despega con puntualidad del aeropuerto de Manises. Las conmemoraciones en la Plaza Roja del sesenta aniversario de la derrota nazi son una magnífica oportunidad de hacer al mismo tiempo un viaje turístico y un buen negocio. El ejecutivo, un hombre sesentón de sienes plateadas e impecable traje gris de Armani, se acomoda en su asiento de primera clase, pone en marcha el ordenador portátil y, mientras aparece en la pantalla líquida la imagen del Windows XP con su ronroneo habitual, piensa en las vueltas que da el mundo. Cuarenta años atrás, cuando militaba contra Franco en la extrema izquierda del FRAP junto a su amigo Rafael -hoy destacado político del Partido Popular-, hubiera dado cualquier cosa por asistir a uno de aquellos grandes desfiles ante el mausoleo de Lenin, en los que los líderes de la Unión Soviética saludaban el paso de los misiles y desafiaban imperturbables al enemigo americano. ¡Qué ingenuo había sido en su adolescencia! Menos mal que la vida suele enseñarnos a soltar el lastre y la realidad desplaza los castillos en el aire. Hoy su empresa avanza viento en popa, las dos nuevas plantas en Shangai funcionan a toda máquina y, con suerte, esta misma noche, entre vodka y vodka, llegará a un acuerdo con el empresario ruso que lo aguarda en Moscú.
El grupo de hombres de negocios se hospeda junto al Kremlin en el Hotel Russia, un enorme y austero edificio cuadriculado con más de trescientas habitaciones. Desde la ventana de la suya, el ejecutivo observa en directo las ocho torres multicolores de la catedral de San Basilio y el enorme reloj que durante el comunismo daba las horas con La Internacional. Tiene tiempo de sobra para recorrer a pie los alrededores antes de verse las caras con Yuri Krasnov y el intérprete. Se ha informado bien y sabe que es un tipo duro, con guardaespaldas, uno de tantos mafiosos que, aprovechando el caos tras el golpe de estado que dio al traste con la URSS, se adueñó de la fábrica en donde trabajaba de contable. Hoy Krasnov vale su peso en millones de dólares. Pero, claro, él tampoco es tonto, no le tiene miedo a negociar con nuevos ricos.
Las calles moscovitas están llenas de publicidad occidental. MacDonald's, Coca-Cola, perfumes caros. Un viejo militar, vestido con el uniforme del ejército rojo y con la pechera llena de medallas, pide limosna junto a la Puerta de la Resurrección. Luce una barba de tres días y está delgado hasta la caquexia.
El ejecutivo valenciano pasea por los grandes bulevares. Nunca ha visto tantos Mercedes en ninguna ciudad. De improviso, una abuelita de ropas limpias se le acerca suplicante con la mano extendida. Él no entiende el ruso, pero ella le ha agarrado el brazo y no parece dispuesta a perder la presa. Así transcurren largos segundos. Exasperado, busca en su memoria una consigna venerable de su juventud y la pronuncia con voz neutra. Tovarich. Ella se estremece como si acabara de recibir una descarga eléctrica y sus ojos se iluminan mientras le responde a su vez: tovarich, tovarich. Lo besa en la frente y él, sin saber por qué, saca del bolsillo un fajo de diez mil rublos y se lo da. Luego, la ve alejarse radiante hacia la estatua de Marx frente al Bolshoi. Qué extraña sensación. Krasnov lo espera.
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