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MOTOCICLISMO | Gran Premio de Italia
Columna
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La fuerza imparable

Aunque la noticia pasó prácticamente desapercibida -apenas hubo eco de ella en los medios- hace una semana un grupo de incondicionales se reunía para conmemorar una fecha fatídica en la historia de la competición española: el 40º aniversario de la muerte de Ramón Torras, El campeón que no debió morir, según tituló entonces la revista Motociclismo en su portada. El domingo 30 de mayo de 1965, durante una carrera sin relevancia disputada en Comarruga, cerca de Tarragona, Torras perdió la vida al estrellarse contra un árbol con su Bultaco TSS. Tenía apenas 22s años iba cuarto en la clasificación del Campeonato Mundial tras haber logrado varios podios en 125 y 250 cc -entonces era frecuente que los pilotos simultaneasen su participación en más de una categoría- en los Grandes Premios de Italia, Alemania y España. A pesar de las grandes diferencias entre el Mundial de los años sesenta y el actual, su popularidad podía compararse con la que tiene hoy el propio Daniel Pedrosa. Pero es que además Torras fue capaz de ganar a las Benelli, las Honda y las Yamaha oficiales sobre una máquina técnicamente inferior, a la que supo extraer el máximo rendimiento. El año anterior a su muerte había tomado parte en varias pruebas nacionales e internacionales en las categorías de 125, 175 y 250cc, siendo primero en 36 ocasiones y consiguiendo seis segundos puestos, dos terceros, dos sextos, dos séptimos y un noveno.

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El motociclismo es un deporte de riesgo y Torras no era el primer piloto que se mataba practicándolo, pero su muerte causó una profunda impresión en todo el país, y se organizó una suscripción popular para erigirle un monumento en Sabadell, su ciudad natal, en la que participaron miles de personas. El domingo pasado se le rindió homenaje ante este monumento, emplazado junto al Palacio de Deportes local, en un acto en el que Conxa y Mercè, hermanas de Ramón, pronunciaron unas emotivas palabras; junto a ellas estaban antiguos pilotos como Ricardo Quintanilla, Josep Maria Busquets, Domingo Gris, Ignacio Bultó, etc. Es cierto que el deportista catalán asombró al mundo por su excepcional talento sobre la moto -tanto como lo haría poco después otra malograda figura, Santiago Herrero-, pero cabe preguntarse qué es lo que hace que, cuarenta años después de su desparicion, se le recuerde de esta forma. Su jefe directo, Paco Bultó -abuelo de Sete Gibernau-, dijo en un ocasión a propósito de Ramón que "(...) pese a la cantidad abrumadora de triunfos y trofeos que acumuló durante su corta vida de corredor, jamás le rozó la vanidad ni la presunción. El motorismo era su vida y lo daba todo en cada carrera. Por esto y por su modestia el público le quería mucho ¡Le queríamos todos!". Pocos deportistas han dejado una huella tan profunda como Ramón Torras Figueras, pero hay algo en ello que va más allá de la mera nostalgia, de la simple evocación necrológica, y que tiene que ver con la fuerza, efímera pero imparable con la que pasó por el deporte y por la vida. Quienes todavía le recuerdan lo hacen vívidamente, y se refieren a él como si su presencia fuera visible, como si acabara de irse. Y quienes estuvieron cerca no pueden olvidar este destello de fiereza unido a su bonhomía que hizo de Torras una figura irrepetible.

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