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Columna
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Silencio en las aulas

Las películas para niños nos tienen acostumbrados a una visión de la infancia almibarada y virginal, que es el punto de vista con el que los adultos solemos olvidar que los grandes dilemas morales se plantean por primera vez a esa edad tan tierna. También es entonces cuando empiezan a forjarse los primeros rasgos del carácter: la lealtad, el miedo, la defensa del débil, o el placer de sojuzgar a los demás. Pero hay un film de Alexander Mackendrick sobre piratas y niños, titulado Viento en las velas, que es uno de los relatos más crueles y lúcidos sobre este tema. La película comienza cuando un grupo de niños ingleses residentes en Jamaica son llevados a Inglaterra para que se hagan más educados y menos salvajes en sus costumbres. El barco en el que viajan es abordado por un bergantín pirata al mando de Anthony Quinn que acaba teniendo que cargar con los niños a regañadientes y a partir de ahí la película narra la convivencia que se establece entre aquellos piratas curtidos, pero con escrúpulos y unas criaturas angelicales, que en el fondo resultan mucho más temibles. Uno de los niños, interpretado por el hoy escritor Martin Amis, muere en un accidente y poco después una niña llamada Emily, mata sin querer al capitán holandés de otro barco al que habían hecho prisionero. Los piratas son juzgados por ambos crímenes y acaban siendo traicionados por los niños que guardan silencio, abandonándolos a su suerte, después de haber sido convenientemente instruidos por los padres y los jueces. La mirada que dirige Quinn a la niña en el momento de oír la sentencia que le condena a la horca por un delito que ella había cometido, es una de las más amargas y a la vez comprensivas que se han visto en el cine como si en el fondo pensara para sí: pobre chiquilla, que otra cosa se podría esperar, si no es más que una niña.

El mito de la infancia puede convertir la comprensión en un riesgo muy grave. La escuela es un microcosmos en el que uno ya se encuentra todo lo que se va a tropezar en el mundo: el alumno simpático, el responsable, el chico listo, el tímido, pero también el matón, el torturador, o el chantajista... Los incidentes destapados en el centro de Vallecas, donde niños de preescolar eran sometidos por sus compañeros de 12 y 13 años a vejaciones sexuales, pone de manifiesto la gravedad del asunto. Hace unos meses todos nos sobrecogimos con el caso de Jokin. La semana pasada fue una chica, Cristina, la que tampoco pudo soportar la presión y a la salida del colegió se tiró de un puente de 25 metros en Elda.

El acoso escolar no es una pelea en el patio del colegio ni un conflicto puntual sino un juego perverso de poder que participa de la misma naturaleza que los peores ritos cuartelarios. La adolescencia instaura el terror a no ser aceptado por el grupo y eso lleva a algunos chavales a ser testigos cómplices o mudos de los manejos de los matones. Una vez que se impone la ley del silencio, la víctima a la que se ha humillado repetidamente, se queda aislada, sólo quiere desaparecer.

En la película no hay moraleja, pero sí una tenue verdad latente: la infancia no es precisamente un jardín idílico donde florece la inocencia, sino a veces un infierno moral que los adultos no llegamos a imaginar. Si por un exceso de paternalismo, no le concedemos a estos casos la importancia que merecen y acabamos despachándolos como "cosas de niños", podríamos terminar un día, como Anthony Queen, cargando con sus delitos.

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