Noche de Viernes Santo
A Fernanda Costa
Iba a comenzar esto de otra manera, pero el viento y la lluvia me cambiaron el rumbo de la estilográfica. Tenía a mano un mendigo al que vi hoy pidiendo limosna junto al semáforo, un viejo de barbas blancas con un albornoz que le servía de gabardina, acercándose a los automóviles con las manos extendidas, y hacía ademán de seguir por ahí con el gorro de papel
(palabra de honor, de papel)
y los guantes sin dedos. Se veía muy claro adónde apuntaba el texto, y no obstante el viento y la lluvia se llevaron las palabras por un camino diferente. El gorro de papel calado hasta las orejas, el mendigo casi de rodillas y los conductores de los coches muy tensos al volante, fingiendo que no veían. Unos chicos pasaron delante de él y le gritaron payaso de mierda. Después el semáforo cambiaba del rojo al verde y el albornoz en medio de la calle, con las manos extendidas hacia nadie, solo, acomodándose entre dos jaculatorias el cordón de la cintura. Guardé al mendigo toda la tarde para meterlo en el papel y hete aquí que el viento y la lluvia me lo llevaron y ni el gorro conservo: lo que aparece son las palmeras de Luanda curvadas bajo el agua y los pájaros de la bahía a lo largo de los tejados con la esperanza del regreso de las traineras de pesca, cosas que uno va amontonando, sin darse cuenta, en cajones que creía olvidados. Las palmeras, por ejemplo, surgieron de repente sin que yo pudiera entender bien por qué. Entiendo tan poco de la vida y lo poco que entiendo llegó, claro está, demasiado tarde, cuando de poco me sirve. Deberían haberme dado un folleto de instrucciones cuando nací, del tipo de los prospectos de los envases de medicamentos: indicaciones, contraindicaciones, posología, advertencias, efectos secundarios. Y ciertos días de la semana, ciertos momentos, ciertas personas sólo podrían usarse con receta médica. (Entre paréntesis, continúan las palmeras de Luanda).
Entiendo poco de la vida y ese poco llegó demasiado tarde
Viento y lluvia, por tanto, reflejos que vibran en el asfalto, carteles electorales olvidados que se sacuden y tiemblan: cualquier ráfaga se lleva a un político en un instante. Dos señoras de edad, apoyadas la una en la otra, vacilan en cruzar la calle, piernas flaquitas que vacilan, dedos afligidos que se buscan, se aprietan: se nota el brillo de los anillos, que no creo que valgan gran cosa porque la ropa es modesta. Deben de tener un piano en casa y un padre sargento de la Marina, de esos que no iban en los barcos y copiaban minutas en las oficinas, severo en el centro de la moldura. Si toco una tecla seguro que el piano se lamenta
-Ay, Jesús
con una lágrima sin fin, desafinada y mustia: hay instrumentos, pobres, que sufren más que nosotros. Muebles con sábanas encima. Un perchero todo arabescos al que se le ha caído uno de los tornillos.
Y como el dinero no alcanza, una sopa y una manzanita: si lograsen cruzar la calle la existencia de ellas mejoraría.
Mi padre en la silla en la que pasó sus últimos meses. De vez en cuando, bebía un sorbo de una copa, leía con una lupa, gastaba las horas durmiendo. Le pregunté:
-¿Con qué sueña?
hizo un gesto vago
-Con muchas cosas
y sus ojos, que habían sido azules, ya sin color. A él también deberían haberle dado un folleto de instrucciones al nacer. (Entre paréntesis, las palmeras de Luanda cada vez más grandes).
Iba a comenzar esto de otra manera, el mendigo y tal, las manos extendidas: el problema es la estilográfica que se escapa, divaga, me trae cosas que yo no contaba en la punta, las deja en el papel, se marcha. El viento y la lluvia más fuertes: y, sin relación con nada, me viene a la cabeza un primo directo de mi padre, jugador inveterado, a quien en una ocasión le presentaron al rey Humberto de Italia. Se quedó mirándolo con pasmo
-Es la primera vez que veo a un rey fuera de la baraja
eso mientras los deditos de las hermanas, llenos de anillos de oropel, se buscan, se aprietan: si una desapareciese ¿qué sería de la otra? ¿Se quedará esperando en la salita con el chal sobre los hombros? ¿Con la manzanita, la sopa? ¿Por qué Dios permite estas cosas? ¿Sus órbitas, enormes en la oscuridad, recorriendo sombras?
¿El sargento de la Marina ayudándola desde la moldura? En su caso un cajón con bombillas fundidas, llaves que no se sabe a qué cerradura pertenecen, tubos de pegamento estrujados, pobres tesoros que no valen nada y que dentro de poco el viento y la lluvia se llevarán consigo. ¿Adónde? Y yo que tenía al mendigo a mano, con ganas de meterlo en esta crónica, tan pintoresco, tan infeliz, realmente al pelo: el gorro de papel, los guantecitos. Un día de éstos la vida me dirá adiós y se irá: ni una nota de piano se acordará de mí. Tal vez los pájaros blancos de Luanda se acuerden de un menudo militar sentado en la bahía esperando las traineras, lleno de recuerdos amargos. Me pregunto
-¿Con qué sueñas?
y dentro de mí, despacito, sin que llegue a notarlo al principio, aumentando, precisándose, volviéndose real con carne y olor y vida y alma, cogiéndome la cara con las palmas abiertas, una mujer que sonríe.
Traducción de Mario Merlino.
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