El 'no' de los pueblos
Después del no francés a la mal llamada Constitución europea, se suma el más rotundo de los holandeses. Ha fracasado por completo una de las operaciones de marketing más desvergonzadas de los Gobiernos europeos. Frente al malestar creciente de los ciudadanos por la falta de transparencia y sobre todo por el déficit democrático de las instituciones comunitarias, hasta el punto de haber dado luz verde en Niza a la ampliación sin haber resuelto las cuestiones previas para que funcionase la Europa de Los Veinticinco, se llama pomposamente convención a una nueva conferencia intergubernamental ampliada con representantes del Parlamento Europeo y de los Parlamentos nacionales, y Constitución al resultado de su labor de simplificación y codificación de los tratados vigentes. Producto que, como los demás tratados, lo supervisa y lo aprueba el Consejo europeo, es decir, el conjunto de los Gobiernos, sin participación de ninguna otra instancia. Un tratado más, sin el peso específico que tuvo el de Maastricht, pero en el que se confiaba para levantar un poco el ánimo de una opinión pública cada vez más distante, cuando no más hostil, a la Europa neoliberal que con carácter aparentemente definitivo sanciona el Tratado Constitucional. A la engañifa originaria se añade el temor que levanta una ampliación al Este, hecha precipitadamente y de espaldas a los pueblos, a la vez que el pavor de una posible integración de Turquía que traspasa los límites geográficos y culturales, con lo que eliminaríamos toda posibilidad de una Europa políticamente unida. Si no cambia el rumbo, la UE camina hacia un enorme mercado único que, junto a Turquía e Israel, incluya a las dos riberas del Mediterráneo.
Después del triunfo del no en Francia y Holanda, nadie pensará que sea factible seguir con el proyecto, ya que probablemente tampoco se aprobaría en los países más euroescépticos, como Dinamarca, la República Checa, Irlanda o el Reino Unido. Los líderes europeos no tienen otra salida que congelar el proceso de ratificación, y elaborar a la mayor brevedad un tratado internacional en el que se recogiesen los puntos positivos del fenecido Tratado Constitucional: la ponderación del voto, los pequeños avances en los derechos del Parlamento Europeo, y la figura, tal como estaba diseñada, del ministro de Asuntos Exteriores europeo. Lo que tenía de positivo el Tratado Constitucional puede salvarse en un nuevo tratado y, una vez que la demagogia gubernamental nos ha hecho conscientes de que necesitamos una Constitución europea, habrá que ponerse a la obra, ahora sí en serio, aunque no ignoro los obstáculos que se opondrían a la apertura de un verdadero proceso constitucional. Lo más positivo de este intento de darnos gato por liebre es que han colocado en un primer plano la necesidad de una Constitución europea, en la que antes de Niza sólo pensaban unos pocos europeístas consecuentes, entre los que se encontraba Marcelino Oreja.
Los Gobiernos que han planteado un referéndum indicativo en Francia y en Holanda lo han hecho porque querían aprovecharse del europeísmo profundo de sus pueblos para conseguir una revalidación política interna. Es menester encarar la crisis de legitimidad de nuestras democracias en un momento en que el capitalismo globalizado obliga a un rápido desmontaje del Estado de bienestar. El resultado hasta ahora es una distancia creciente entre la clase política, a favor del Tratado Constitucional en su mayoría, y la ciudadanía, que dice no en cuanto le dan una oportunidad. Es un dato que no debe echarse en saco roto.
Lo que más me duele es que España siga siendo diferente. Nos colocamos los primeros con un referéndum que salió adelante con un voto afirmativo alto. Aunque si se hubiera tratado de un referéndum no indicativo, el Gobierno lo habría perdido por no haber alcanzado una participación del 50%. Sin debate alguno, los españoles todavía votamos tal como aconsejan los grandes partidos y los medios dominantes, y hasta tenemos el equívoco honor de ser los únicos que hemos permanecido en la OTAN con un referéndum positivo, contradiciendo a Kissinger, que se oponía a que se celebrase aquel referéndum con el argumento de que ningún pueblo entraría voluntariamente en una alianza militar. España, sí.
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