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Tribuna
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País fantasmal

La historia habrá entrado en la edad de la razón el día en que los símbolos se mueran solos, sin jugo que los nutra. Banderas y banderolas, estas últimas, según Carrillo, todas las que no sean la española. Muy marxista.

Ahora está en ebullición la reforma del Estado. Reinventar lo que en realidad no ha existido nunca, diría un hispanoescéptico. España es un conglomerado desde arriba. Un nada para el pueblo pero sin el pueblo. A un centralismo más trágico que cómico le sucedió un autonomismo que es una farsa. Felipe González lo entendió así sin dejar por ello de amar a la criatura. El corazón tiene razones que la razón no entiende y el que no se consuela es porque no quiere. Solía decir tristemente González que de puertas afuera de la Moncloa, eran los 17 barones quienes gobernaban y decidían. Los 17, que entonces (1994) eran 9 socialistas y 8 populares. Decía el titular de EL PAÍS: "El peso de la ideología cede en los presidentes autonómicos a favor de la defensa del territorio". Sólo Leguina mantenía un discurso sobre la vertebración de España, por encima de localismos que únicamente podían redundar en mal del conjunto. "Todos quieren ser Pujol".

Hoy la situación ha alcanzado límites grotescos. Todos quieren ser régulos en sus predios respectivos y plantarse en la escena internacional con cualquier pretexto y aunque en el país huésped hayan de consultar el mapamundi para enterarse de la procedencia del visitante. Camps, Chaves, Fraga, Maragall. Los tres primeros se declaran españoles y amantes de la Constitución, pero como el vecino obtenga algo que ellos no tienen, adiós España y a lanzarse sobre una Constitución de la que caben tantas interpretaciones como de cualquier texto sagrado de cualquier religión.

Zaplana era muy "autonomista" cuando cabalgó en y sobre la CV. Ahora le sienta como un tiro el Estatuto de Camps. ¡Si pudiera atribuírselo a Pla! Claro. Al ardor incendiario de Rajoy acerca de la unidad de España le ha salido un orzuelo en cada ojo, o algo peor. Veremos. La mentira inventa mil insospechados caminos, sobre todo, cuando el pueblo ha sorbido el narcótico. Ando coja porque me falta una pierna, clamaba la sociedad ya en tiempos de Larra. Esa pierna era el pueblo, la ponzoña no era la misma, pero igualmente letal. "Tenemos provincialismo para siempre", se lamenta aquí el jefe de filas de un partido menor, refiriéndose al Estatuto. ¿En nombre de quién habla este señor? Pues estudios sociológicos dicen que son mayoría los valencianos que desconocen el nombre de su comarca. La conciencia autonómica, por otro lado, ha quedado reducida al 9%. ¡En tanto años, la factoría Eliseu Climent no ha conseguido que todos sepan el nombre de su respectiva comarca! A veces se confunde el narcótico con el desinterés más genuino. Nación, nacionalidad histórica, región, Estado federal, confederal, autonómico. Uno comprende que los ciudadanos europeos no sepan de qué va el tratado constitucional, pues son 25 naciones y 450 millones de habitantes. Pero en este ámbito peninsular, sea causa o efecto, la gente no tiene ni idea de lo que significan tantos nombres ni de lo que se fragua. Y así medran los régulos. Nada para el pueblo, pero sin el pueblo. He ahí la cuestión.

No sólo la "visión de conjunto" de cuya carencia se lamentaba González, cede. Dijo The Economist hace años que los vascos quieren marcharse de España y los catalanes to run it. O sea, gobernarla. A quien esto escribe no le desagradó el diagnóstico de la reputada publicación inglesa, pero ya no. Cataluña es tan mediocre como el resto y a mayor abundamiento, mira con indiferencia, o con desdén. Cundo el régulo mayor, sesentón emocionalmente inmaduro, escenifica un espectáculo deplorable en el extranjero, luego pide perdón en el Parlament por el ridículo en que ha puesto a los catalanes. A ellos solamente. Uno de esos detalles -los hay para parar un tren- que dicen más que un discurso y más que mil. Te conozco, bacalao. To run it. Gobernarnos. Pero no para intentar la salvación de un país que nació enfermo, un país que, en estricto rigor, nunca fue. Aparte de que no es cuestión de salvadores y no sólo porque estamos en la UE. Cavour, Garibaldi. Toda Italia era una nación sin Estado. Como lo había sido desde siglos, cuando Génova, por sí sola, era más rica que la España "unificada" y poscolombina. Tampoco se unificó Grecia, pero se sabía griega. El italiano más humilde cree y siente que su país es el más grande habido y algo de razón tiene aunque no lo sepa razonar. El chovinismo español es mero exabrupto de orgullo herido.

La nación es organismo y es organización, y aquí no hay nada de eso, a pesar de que algunos me hacen a Séneca español. Pero todo es matizable. Véase por donde, un pueblo narcotizado despierta a multitud de estímulos comunes. En la sociedad tecnológica, la gente está, a la vez, más cerca y más lejos. Se debilitan los vínculos, pero también se multiplican. Todos estamos, simultáneamente, en todas partes. Deportes, cine, televisión, internet; se crean hábitos y costumbres compartidos y todo se vuelve un magma homogéneo. El hombre de la estepa manchega y el de los valles cantábricos. Hace sólo un siglo, ¿qué sabía un mariscador gallego de un herrero valenciano? Unos chismes crean héroes y otros tienen valor por sí mismos. Yo he dicho en broma que cambiemos un Instituto de Enseñanza Media valenciano por uno de Madrid y ni los padres se enteran del cambiazo. Ha nacido una intrahistoria intercambiable, por más que el localismo identitario, el verdadero y el oportunista, se resistan a verlo. Los vividores de la política podrían encontrarse un día con una más que desagradable sorpresa. Todo para el pueblo y encima con el pueblo. Queremos idiotizarnos juntos. Manipuladores fuera, llámense Camps, llámense Pla. Que nos manipulen los Buenafuente, los Zidane, los vídeojuegos, la pantalla, el móvil; pero no los vividores de la política.

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Si no se llega a tiempo, como me temo, y Europa se hunde, como me temo, alás. No está escrito que los países fantasmales, con el tiempo adquirirán vísceras. Y menos, cerebro, la más noble e insólita de ellas.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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