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El fracaso de los optimistas

El 26 de mayo Josep Torrent publicaba en estas páginas una columna titulada El fracaso de los pesimistas a propósito del pacto alcanzado por PP y PSOE para la reforma estatutaria valenciana, la lectura de la cual me ha suscitado ciertas reflexiones que no resisto exponer públicamente, sin acritud alguna hacia el autor del escrito cuyo título me he permitido parafrasear.

Cuando hace treinta años mi padre acudía a manifestaciones en las que se gritaba aquello de Volem l'Estatut, dudo mucho que ni él ni la mayoría de los que allí se congregaban tuvieran la menor idea de la diferencia existente entre una Agencia y un Servicio Tributario, o que se planteasen la conveniencia de tener un Consell de la Justicia en paralelo al Consejo General del Poder Judicial. Sólo les movía su deseo de democracia y, como valencianos, entendían que esto únicamente sería posible si se aunaba el respeto a los derechos individuales con nuestro postergado reconocimiento colectivo como pueblo. La invocación de l'Estatut adquiría así un valor taumatúrgico, al entenderlo no sólo como un texto jurídico sino más bien como una utópica situación futura en la que se consagrarían la pluralidad política, la identidad cultural y la organización territorial verdaderamente propia de nuestra sociedad.

Ha llovido mucho desde entonces, pero seguimos sin haber solucionado estas cuestiones esenciales. La cláusula de barrera del 5% para acceder a las Corts va dejando sin representación política a colectivos de ciudadanos cada vez más diversos, y ello sin que aún hayamos oído ninguna explicación inteligente sobre su necesidad. El apartado de nuestras señas definitorias sigue presentando redactados confusos, que permiten que los gobiernos irresponsables de turno continúen utilizándolas deslealmente como simple instrumento de confusión fuera y dentro de casa. En cuanto al debido reconocimiento institucional a las comarcas, ahí sigue durmiendo, mientras las Diputaciones Provinciales, decimonónicas instancias de poder que surgieron al servicio de la burguesía más depredadora, continúan haciendo honor a su origen y sirviendo como refugio político de las diferentes taifas en que se divide la derecha autóctona.

Los optimistas pensábamos que estas cuestiones iban a recibir ya un principio de solución. Se dijo que el PP estaba dispuesto a sacar del Estatut la barrera del 5%, como paso previo para su más fácil eliminación futura. Respecto a nuestra lengua, yo creía ingenuamente que los políticos serían capaces de sintetizar la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional desde 1997, y seguida por seis sentencias de nuestro Tribunal Superior de Justicia, que rechaza que el término "idioma valenciano" sirva para censurar la utilización de "lengua catalana" en ámbitos valencianos distintos al de la estricta Administración Autonómica. Nada de esto ha sido posible, y por tanto el abandono de la mesa negociadora por el señor Ribó no supone una postura irresponsable o maximalista, sino un simple ejercicio de honestidad ante otra oportunidad perdida. No negaré que las reformas acordadas son positivas para ampliar cuantitativamente nuestro autogobierno, pero no lo mejorarán cualitativamente mientras no se atiendan las ilusiones en que se basa cualquier proceso de verdadera afirmación nacional integradora y no de mera descentralización administrativa.

A pesar de todo, y como no estaba dispuesto a caer en la melancolía, ya había decidido asumir la reforma con un deportivo "menos da una piedra" cuando vinieron los señores Camps y Pla a quitarme el consuelo, diciendo el primero que el Estatuto es "una forma de hacer España", e indicando el segundo que con el pacto el PSPV hace una contribución de partido a nivel federal, al tiempo que servirá para atemperar futuros procesos autonómicos. Siempre creí que, al igual que una cuchara sirve para comer y un peine para peinarse, un Estatut Valencià debía servir para que los valencianos se gobernasen a sí mismos en función de sus propios intereses, respetando el marco constitucional y los desarrollos autonómicos que hicieran otros dentro del mismo. La actitud de ambos políticos parece una enésima reedición de las ofrendas de glorias, y nos remite a una pobre imagen del valenciano como individuo servicial, siempre dispuesto a renunciar a lo que necesita con tal de que no se le acuse de poca españolía y de que otros no consigan del Estado lo que él no se ha atrevido a pedir. Tras un parón de casi diez años, el proceso de reforma ha sido protagonizado por unos plusmarquistas obsesionados por llegar los primeros a la meta aun a costa de aparcar problemas de convivencia democrática. Quizá por eso los centenares de miles de valencianos que reivindicaban ilusionadamente l'Estatut cuando yo era un niño se conviertan, a la hora de festejar esta reforma, en unas cuantas docenas de aficionados al canapé oficial.

Enric Bataller i Ruiz es abogado y miembro de EUPV.

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