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Columna
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Rencor

La animadversión de Eduardo Zaplana hacia Francisco Camps trasciende el ámbito de la política para instalarse en el personal. La ausencia del ex presidente del Consell en el acto institucional del pasado domingo en el Palau de la Generalitat, en el que PP y PSPV rubricaron el acuerdo alcanzado para la reforma del Estatut, sólo puede entenderse desde la inquina y el rencor que siente el portavoz del PP en el Congreso de los Diputados respecto del presidente de la Generalitat.

El entorno de Zaplana ha intentado justificar la ausencia de éste en un acto tan solemne, que sí contó con la presencia de los ex presidentes Joan Lerma y José Luis Olivas, con argumentos peregrinos y escasamente creíbles. Aludir a "un compromiso ineludible en Madrid" o a su necesaria presencia en una reunión de carácter reservado suena a excusa de mal pagador. Zaplana decidió ausentarse de la firma del pacto por la reforma del Estatut sencillamente porque no estaba dispuesto a avalar con su presencia el éxito de quien es mucho más que un adversario, pese a compartir militancia partidista. O, tal vez, por eso.

Analizar las causas del deterioro de las relaciones personales entre los dos dirigentes valencianos del PP es desde hace tiempo materia de psicólogos. Ya se lo harán. Pero nada explica la ausencia de Zaplana en el Palau de la Generalitat el domingo. Resulta paradójico que quien se apropió de la institución, al punto de convertir cualquier crítica a su gestión como una agresión a aquella, descalificando de paso a sus oponentes, ignore aquello que, aparentemente, tanto defendió.

A Zaplana cuesta concederle el beneficio de la duda. Su ausencia estaba precedida de no pocas críticas de sus seguidores a la negociación del Estatut, de frívolas descalificaciones (Julio de España pasará a la antología del disparate autonómico) y de sorprendentes afirmaciones. No se sabe todavía qué molestaba más al zaplanismo, si el contenido de la reforma o la reforma en sí. En ocasiones, algunos de los fieles del ex presidente mostraron signos de enfado porque parecían empeñados en lograr a toda costa el fracaso de Camps. Como si no se quisiera que éste obtuviera un éxito político donde Zaplana, aunque no fuera por su voluntad sino por las circunstancias políticas, fracasó.

El espectáculo de algunos zaplanistas -no todos- durante el proceso negociador ha sido un dislate. Cierto es que no se les tuvo informados; pero tampoco lo estuvieron mucho más los campistas y no digamos los cuadros socialistas, ayunos también de noticias y detalles de la negociación. Y, sin embargo, se mostraron respetuosos con un proceso difícil, apostando por la confianza en los negociadores incluso cuando el Estatut llevaba camino de parecer un estatut-et.

El zaplanismo, y su líder, jugó a la contra hasta que Mariano Rajoy tuvo que salir, empujado por personas próximas a Camps, para apoyar sin fisuras la vía valenciana de la reforma. Pero cuando compareció, Zaplana ya había decidido borrarse del acto institucional porque le pudo el rencor. Un sentimiento que, por paradójico que suene, le humaniza. Al fin y al cabo, revela que no es un robot al servicio de su ambición política como algunos sospechan.

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