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Tribuna:OPINIÓN | Apuntes
Tribuna
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Las canteras de la ciencia

En contra de lo que pudiera parecer, el título de este artículo no pretende evocar las con frecuencia difíciles condiciones en las que los científicos españoles y en particular los más jóvenes, llevan adelante su labor de investigación. No se me oculta que, con un punto de humor, algunas similitudes sí parecen darse entre el trabajo del científico en formación y el del condenado a extraer la piedra: Magro sustento, horarios interminables, futuro incierto... Sin embargo, el investigador, a diferencia del forzado, ha venido aceptando de buena gana los inconvenientes de su trabajo a cambio de disfrutar de la íntima satisfacción que le ofrece contribuir a entender racionalmente el mundo que le rodea. Ese impulso ha mantenido viva, incluso en los momentos más adversos, una cantera de jóvenes dispuestos a dedicarse a la investigación científica.

Da la impresión de que, precisamente cuando esa investigación alcanza en el mundo un desarrollo sin precedentes, tal disposición altruista hacia la búsqueda del conocimiento empieza a decaer entre las nuevas generaciones. La creciente percepción social de la investigación científica como una actividad económicamente productiva va despojándola de modo gradual de sus aspectos más vocacionales y la homologa, en clara desventaja, con profesiones materialmente más rentables. La libertad del científico en la elección de su tema de trabajo se ve coartada por la relevancia económica y social de algunos de los problemas con que se enfrenta la investigación de hoy y la necesidad de medios sofisticados para estudiarlos. En muchos de los grandes laboratorios de investigación, ésta es el fruto de un esfuerzo colectivo, y en él la contribución de los investigadores de menor nivel puede llegar a ser meramente rutinaria, alejándoles de una de las principales motivaciones del científico: el desafío personal que representa desentrañar el problema al que se enfrenta. Como resultado, el perfil del científico va cambiando. Se reduce el número de idealistas relativamente despreocupados por el poder y el dinero y crece el de los que adoptan actitudes más interesadas. No se trata de caer en nostálgicas evocaciones de una idílica investigación pura, alejada del mundo real y en manos de científicos impulsados sólo por la pasión del saber. No puede plantearse seriamente en una sociedad cada día más apoyada en la ciencia que, quien financia la investigación, renuncie a exigir el beneficio que ésta puede reportarle. Pero tampoco es razonable pretender que los científicos acepten una vida sacrificada, simplemente porque les apasiona su trabajo. Y los cambios de tendencia en la percepción de la ciencia, que se están dando en todos los países avanzados, pueden afectar mas gravemente a España, en la que el entramado científico es aun endeble, excesivamente basado en el voluntarismo y con un grado de profesionalización comparativamente escaso.

La fragilidad de nuestra ciencia se debe, en gran medida, a que el número de investigadores en España sigue siendo bajo. Cualquiera que viva el mundo de la investigación sabe que las diferencias entre los países que nos aventajan científicamente y el nuestro no están tanto en los equipos o las grandes infraestructuras, como en el número de jóvenes graduados, doctores y técnicos que llenan sus laboratorios. Y las distancias en ese terreno no parecen acortarse, mientras oímos con frecuencia creciente decir a los investigadores más veteranos que la cantidad y la calidad académica de los jóvenes dispuestos a emprender una carrera científica desciende progresivamente y su motivación es más incierta. Muchos de éstos arguyen, posiblemente con razón, que los atractivos de la investigación en España no justifican suficientemente los sacrificios personales que exige, ni compensan las precarias e inseguras condiciones económicas y laborales en las que se desenvuelve.

El programa Ramón y Cajal ha sido una iniciativa reciente, dirigida a atraer de vuelta a nuestro país a científicos que se veían obligados a permanecer en el extranjero por falta aquí de oportunidades de trabajo. Se ha tratado de un proyecto innovador, que, con todas sus imperfecciones, ha permitido insertar en el sistema científico español una cantidad apreciable de investigadores, la mayoría jóvenes, bien formados y con capacidad de desarrollar trabajo independiente. Sin embargo el programa no ha ido acompañado de una dotación paralela de medios para otorgar independencia efectiva a estos científicos, ni de mecanismos claros que definan las reglas de juego para su consolidación en España. Transcurrido ya para muchos de ellos una parte sustantiva del periodo de cinco años que cubría el programa, se encuentran con que la carrera científica en nuestro país sigue sin estar definida, ni resultan obvios los criterios que regirán sus posibilidades de permanencia en el sistema español de ciencia y tecnología.

Para terminar con tales incertidumbres, es necesario definir un marco claro que garantice a los jóvenes investigadores independencia y continuidad en su trabajo, en tanto mantengan una alta productividad científica. De no hacerse así, surgirán, seguro, decepciones y abandonos. Seguiremos perdiendo científicos bien entrenados, que son el producto de muchos años de esfuerzo económico y social en becas y programas de educación pre- y postdoctoral. En un panorama poco alentador para iniciar una carrera científica como el que aún sigue ofreciendo España, el mensaje para las futuras generaciones que transmitirían los científicos recuperados con el programa Ramón y Cajal, si terminan abandonando, frustrados en sus expectativas, no contribuirá, desde luego, a hacer más tentadora la dedicación a la investigación en nuestro país.

La formación de científicos es difícil de improvisar o acelerar y no puede suplirse fácilmente, como en otras profesiones, trayendo inmigrantes. Los investigadores se trasladan ante todo para buscar un entorno favorable de trabajo y ese sólo se da donde existen grupos científicos ya consolidados. Por eso, la disponibilidad futura de investigadores requiere el diseño anticipado de una carrera científica bien definida, que resulte social y profesionalmente atractiva para los estudiantes más capacitados, a fin de evitar que sólo los héroes o los torpes decidan dedicarse a la ciencia. En este terreno, los errores de hoy se pagarán años más tarde, pero para entonces España puede encontrarse abocada una vez más al manido "que inventen ellos", en unos tiempos en los que la clave del progreso parece estar, precisamente, en saber inventar.

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Carlos Belmonte es director del Instituto de Neurociencias de Alicante, UMH-CSIC, y de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales

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