Segundas transiciones
HAY EN LA MANERA de gobernar a la que nos va acostumbrando el presidente Rodríguez Zapatero una secuencia realmente novedosa, que despierta un mar de expectativas y deja el ánimo como en suspenso, dando todo el mundo por sobrentendido que alguna carta tendrá guardada cuando arriesga tanto en los envites. Así ocurrió al prometer que el Parlamento español aceptaría cualquier proyecto de Estatuto que viniera respaldado por una amplia mayoría del catalán y así ha vuelto a suceder cuando ha presentado en el Congreso la propuesta de paz a ETA en el caso de que abandone las armas. Sólo por el hecho de dar estado público a unas políticas necesitadas de muchos recados y contactos previos se extiende la impresión de que ya se han dado pasos en la dirección deseada y que la fruta está madura, a punto de caer en tierra.
Pero esta manera de proceder, a la vez que despierta expectativas, eleva las apuestas, como se ha visto con toda nitidez en Cataluña: los mismos correligionarios del presidente han proclamado que una segunda transición, preñada de futuro, apunta en el horizonte. Pierden quizá de vista que el copyright "segunda transición" lo registró José María Aznar hace años; pero, en fin, Aznar es el pasado y de lo que se trata con esta nueva segunda transición es de abrir puertas al futuro. Si nos atenemos a lo prometido por el presidente, el futuro era hace unos meses que toda reforma estatutaria apoyada en una clara mayoría de diputados autonómicos sería aprobada sin más. Saboreando tan delicioso manjar, los diferentes grupos del Parlamento catalán han apostado naturalmente al alza, presentando una propuesta mixta de Estatuto y financiación destinada a hacer realidad la España plural bajo una retórica federalista que envuelve en realidad un contenido confederal.
Cómo vaya a lidiar ese toro el presidente del Gobierno está aún por ver, pero donde antes dijo Parlamento dice ahora conferencia de presidentes, con la alarma natural de sus amigos catalanes. Allí, en la conferencia estarán andaluces y extremeños y, sobre todo, valencianos, que aprovechando el tirón se acaban de declarar, por amplia mayoría, nacionalidad histórica. Lo son, claro, porque ser nacionalidad o nación consiste en querer serlo. Y si el ejemplo cunde, lo serán todos los demás: tal es el éxito del ahora denostado Estado de las autonomías: las nacionalidades históricas han empleado 25 años en "construirse" como nación, el mismo tiempo que han tardado las regiones en definirse como nacionalidades históricas.
De modo que, al final, lo que se pretendía evitar con la promesa presidencial -entendida por sus destinatarios como una segunda transición que corrigiera el café para todos de la primera dando luz verde a una relación especial de Cataluña con España o, en su defecto, con el Estado español- será lo que se reproduzca en versión, eso sí, ampliada. Si los catalanes finalmente aceptan llevar su propuesta ante sus pares, habremos dado un paso más en la dirección emprendida desde 1978, sólo que donde entonces se escribió nacionalidades y regiones, mañana se escribirá naciones y nacionalidades. Con lo cual hay, a lo mejor, para ir tirando durante otros 25 años a la espera de que el invento se escore finalmente hacia un lado u otro: o somos federales, y entonces es imprescindible aprender a hacerse fotos en el extranjero; o somos confederales y entonces habrá que ver cómo se maneja un artefacto carente por completo de un mínimo sentimiento de pertenencia compartida.
La segunda gran expectativa levantada por esta manera de gobierno tiene que ver con la más pesada carga que arrastramos también desde los años de la primera transición. Sólo que, entonces, ETA mataba una vez cada tres días y ahora lleva dos años sin matar: también aquí hemos recorrido camino. Pero con ETA, como bien se sabe, los caminos dan muchas vueltas y en los laberintos más vale no meter ruido si se quiere encontrar la salida. Ante el último atentado, el ministro del Interior ha recomendado que todo el mundo baje la voz: magnífico consejo que el Gobierno habría hecho muy bien en cumplir antes de echar la lengua a paseo. A lo mejor, sin meter ruido, es posible todavía cercenar de raíz cualquier expectativa que ETA haya podido acariciar de repetir lo ocurrido en la primera transición, cuando después de beneficiarse de una amnistía general aprobada por el Parlamento y diseñada específicamente para ella, respondió a las pocas semanas con una vuelta a las armas. Mucho hemos aprendido desde entonces, pero no tanto como para dejar de soñar segundas transiciones.
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