El casco
"Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse". Lo apuntó Georges Pérec en uno de sus libros y es verdad, pero nos golpeamos sin remedio. Puedes perderlo todo en una carretera de Guadalajara o en las inmediaciones de la calle de Alcalá, bajo los negros pétalos (que diría Vicent) de una flor de cloratita, mientras paseas a tu hijo o a tu perro o a tu aburrimiento bajo el sol matacabras de Madrid. Todo es cuestión de suerte. En todo caso, es difícil acabar este viaje a no sé sabe dónde sin recibir una o varias raciones de golpes, con la chapa sembrada de bollos y el chasis hecho migas.
La Dirección General de Tráfico recomienda prudencia y obliga a usar el casco. Deberíamos todos usar casco. No sólo los moteros. Casco para pasearnos por Madrid una mañana soleada de mayo, mes de las flores. Casco para asistir a algunas conversaciones y para conversar con cierta gente. El veloz Zapatero, si quiere salir vivo de la próxima curva de este infernal circuito, no tendrá más remedio que encasquetarse el casco. Maragall y Carod deberían también usar casco en sus viajes, un par de buenos cascos integrales con la senyera puesta, bien pintada con pintura indeleble. Dos cascos relucientes como dos relucientes melones.
Para prevenir golpes y accidentes, nada mejor que el casco. Casco como el que sí llevaba el motorista que el pasado martes se descalabró haciendo motocross en Cantabria y que fue rechazado por el Servicio de Urgencias del hospital vizcaíno de Cruces. Ese día, más que ningún otro, la distancia más corta entre dos puntos (dos puntos que podían separar la vida de la muerte) era la línea recta que llevaba del lugar del accidente (en la muga de Cantabria y Vizcaya) al hospital de Cruces. Allí fue trasladado a toda mecha en una ambulancia de la DYA el motorista herido. Lo que nadie esperaba, después del primer golpe, era que el motorista terminara estrellándose contra la burocracia y el rigorismo estúpido que, en virtud de criterios de territorialidad, le remitió a su hospital de referencia, sin medios y a desmano. Tras dos horas agónicas, el motorista al fin pudo ingresar en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital de Valdecilla, donde certificaron la existencia de dos coágulos de sangre en su cerebro y una costilla rota que le oprimía un pulmón.
Afortunadamente, parece que la vida del motorista fronterizo, desgraciado habitante de la franja borrosa que separa dos comunidades, no corre peligro. Después de preguntarle qué le había pasado, le hicieron las preguntas importantes: ¿De dónde es? ¿De dónde viene? A dónde iba era claro (a morirse si no le atendían de una buena vez). El motorista herido no era un indígena de las tierras vascas; debajo de aquel casco se debatía un miembro de la tribu cántabra. Tuvo la mala suerte de estrellarse contra la norma, de dar de morros con un inquebrantable funcionario de la medicina incapaz de alejarse un milímetro del pie de la letra. Peor que no llevar casco es colocárselo en el corazón.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.