Cuando Tánger era un cementerio
Hay obras cuya singularidad las hace irreductibles a todo esquema teórico previo. La vida perra de Juanita Narboni, del tangerino Ángel Vázquez (1929-1980), es un buen ejemplo de ello. Los profesores de literatura no aciertan a encajarla en sus cuadros sinópticos y clasificaciones. No es realista ni fantástica, ni puede siquiera ser juzgada en el "contexto nacional" de la novela española del siglo XX. Su desconcertante hibridismo se manifiesta en todos sus niveles compositivos: lenguaje, estructura, expresión verbal del espacio por el que el personaje discurre y se entrega a sus recuerdos y figuraciones. Al recorrer las páginas de la novela debemos adiestrar el oído a la audición de la voz de la protagonista, sin saber con certeza si ésta se dirige a sí misma, a alguien concreto o, por encima de todo, a nosotros, los receptores curiosos y cómplices de sus palabras y pensamientos. Cuanto escuchamos integra un flujo discursivo, a primera vista inconexo, tocante al entorno cotidiano de la protagonista: sus angustias, nostalgias, odios, envidias. Pero, al mismo tiempo nos guía discretamente por los recovecos de su vida y nos permite vislumbrar el ámbito urbano en la que se encuadra.
"Siempre estuvo rodeada de cementerios. Ahora es ella misma un cementerio", dice de la ciudad
Estamos sin duda en Tánger. Pero, ¿en cuál de ellos? ¿En el internacional? ¿En el de la ocupación franquista?
La incertidumbre sobre el desti
natario de la voz narrativa afecta asimismo a la temporalidad narrada. Estamos sin duda en Tánger. Pero, ¿en cuál de ellos? ¿El del estatuto internacional de entre las dos guerras mundiales? ¿El de la ocupación por el Ejército franquista el 14 de junio de 1940? ¿El del retorno al estatus anterior, durante el periodo de esplendor de la ciudad, que va de 1945 a 1956? ¿El de la incorporación a Marruecos y posterior decadencia? Las secuencias que componen la novela saltan de una época a otra y sólo la referencia fugaz a acontecimientos políticos o a filmes proyectados en la ciudad nos ayuda a determinar el tiempo en el que se sitúan. A través de una visión de corto alcance, ajena al ruido y violencia del mundo, captamos con todo la marcha de éste de forma oblicua: proclamación de la República española, llegada de los judíos fugitivos de la persecución nazi, enfrentamientos verbales entre "rojos" y falangistas. Juanita es una caja de resonancia en la que lo importante y accesorio se mezclan. Todo nos es presentado en pie de igualdad. No hay la menor distinción entre lo colectivo y lo individual. Un chisme sobre la vecina se entrevera con una referencia ocasional a la guerra de Etiopía y a la suerte del Negus. La voz o soliloquio de Juanita aglutinan la diversidad de los hechos, desclasifican la prioridad de sus elementos. Su creciente insatisfacción consigo misma se traduce en una creciente aprensión al mundo que le rodea. Tánger, el sueño roto de tantos españoles como Ángel Vázquez, se convierte poco a poco en la tumba que la encierra. "Siempre estuvo rodeada de cementerios", dice Juanita, "ahora es ella misma un cementerio".
Los conocedores del viejo Tánger cosmopolita y abierto encontrarán todos los puntos de referencia que marcan los trayectos de Juanita -que se autodefine "culo de mal asiento"- y ayudan a trazarlos con precisión milimétrica: cafés, tiendas, cines, balnearios, rótulos callejeros. La novela de Vázquez es, entre otras cosas, la reconstitución de un espacio urbano desde la nostalgia del exilio, en la línea del Dublín joyciano de Leopold Bloom. La fusión de la ciudad y el lenguaje que la recrea -"la transformación de la topografía en tipografía", como dice Julián Ríos- marca algunas de las novelas más significativas y complejas de las últimas décadas -de Dos Passos y Döblin a Orham Pamuk- y transmuta al personaje narrado -como el protagonista de mis Paisajes después de la batalla- en un obsesivo lector de planos e inveterado rompesuelas. Pero a diferencia de Leopold Bloom, el periplo urbano de Juanita no tiene finalidad aparente alguna: no busca domesticar el espacio para leerlo e interpretarlo ni comparte la nostalgia de su creador ni su afán de recuperar un pasado definitivamente extinto. Atraviesa sectorialmente el tiempo -perdóneseme el oxímoron- en una especie de continuidad discontinua. La historia resbala sobre la piel de Juanita sin modificar su forma de ser. Lo particular -la acumulación de pormenores fútiles- encubre lo general e impide una aprehensión del mismo. En otras palabras, los árboles le impiden ver el bosque. Pero en ello radica precisamente su fuerza y ejemplaridad. La ignorancia de Juanita y, a fin de cuentas, su insignificancia de persona corriente y moliente son el epítome de la inmensa mayoría de los seres humanos que viven, a veces felizmente, su condición de meros peones en el tablero de ajedrez de un juego cuyas reglas desconocen y que ni siquiera intentan comprender. Su carácter novelesco encarna el de ese "héroe vulgar" que fascinaba a Flaubert.
Como advierte Virginia Trueba en su bien documentado prólogo a la última edición española de la novela (Cátedra, 2000), la voz narrativa que "oímos" no se ajusta a la descrita como monólogo interior. Juanita dialoga consigo misma en segunda persona gramatical y, sin previo aviso, pasa a conversar, imaginaria o realmente, con las personas con quienes tropieza. Más que a Joyce, esta voz que planea y levita a escasa distancia del suelo, sin despegar jamás del todo, me recuerda a mí los parlamentos de los personajes femeniles del Arcipreste de Talavera (¿1398-1470?): ese torrente de palabras que brotan de las páginas de la obra y nos incitan a leerlas en voz alta. No sé si Ángel Vázquez tuvo conocimiento del Corbacho y de su asombrosa galería de voces. Sospecho que sí, pues el principio estético creativo de ambos presenta algunas similitudes, como el empleo feliz de numerosos localismos peninsulares e incluso de arabismos, como jalufa (del árabe magrebí haluf, esto es, cerdo). Trátese de influjo o no, las dos obras reflejan una sociedad en la que la diversidad de culturas y su contagio osmático favorecen el empleo de una lengua de sabrosa hibridez, no sujeta a la norma constrictiva de una esterilizadora corrección normativa.
Uno de los elementos más agui
jadores de la novela es en efecto su vasto registro de modismos en distintos idiomas y dialectos. Juanita Narboni se expresa a menudo en haquetía, es decir, el castellano de los sefardíes de Marruecos, y lo funde a numerosos andalucismos, frases enteras en francés y términos derivados del árabe. El cosmopolitismo del Tánger anterior a la independencia de Marruecos se traduce así en la rica peculiaridad de su habla. Ello no responde a una elaborada apuesta lingüística, como en el caso de algunos de sus ilustres predecesores: es una simple reproducción del de los tangerinos españoles de un nivel cultural bajo. Juanita, repetimos, es una mujer de educación escasa y su percepción del mundo se forja a través de la lectura de revistas "para la mujer" (hoy, las llamaríamos, "prensa del corazón") y de los filmes americanos y españoles (sentimentales o folclóricos) exhibidos en las salas de cine que frecuenta. Las heroínas -mujeres u homosexuales- de las mejores novelas de Manuel Puig, como La traición de Rita Hayworth o El beso de la mujer araña, alcanzan a crear a partir de estos subgéneros una entidad literaria nueva. La de Vázquez no se lo propone siquiera. Juanita se limita a percibir la vida y la ciudad en la que ésta transcurre desde el prisma de una total ineptitud para extraer el común denominador que dé sentido a ambas.
Me viene aquí a la memoria la reacción brusca de Jean Genet a las digresiones de la asistenta que vivía en la rue Poissonnière y acompañaba a la hija de Monique Lange a la escuela. En respuesta a una pregunta cortés de cómo iba, se había explayado en un anecdotario interminable de cotilleos sobre sus cuitas de madre soltera y la escasa fiabilidad de sus amantes.
-"Nom de Dieu¡", le soltó. "Vouz ne pouvez pas avoir une idée génerale?".
Juanita Narboni encarna maravillosamente en la novela de Ángel Vázquez esta incapacidad de acceder a "una idée génerale" que ha sido el germen de grandes novelas y relatos, como el de la heroína de Un coeur simple de Flaubert o el protagonista del Bravo soldado Chveik de Hasek. Una hazaña de apariencia modesta, pero una hazaña al fin y al cabo.
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