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Columna
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Autodestrucción

Los cuerpos preparan el verano con una disciplina militar. Los kilos, que salen de nosotros mismos, son un enemigo exterior, una banda terrorista o un ejército con armas de alimentación masiva. El miedo a quitarse la ropa no tiene ahora que ver con la castidad, sino con las playas, con la confesión vital que supone quitarse el bañador y dejar al aire los pecados de la edad, el peso y las gracias que no quiso darnos el cielo. Como todo ideal esconde una forma de autoritarismo, las multitudes se humillan ilusionadas y trágicas a la norma establecida, se ponen a régimen con la llegada de la primavera, y acuden a los gimnasios, y se odian a sí mismas y se esfuerzan por adelgazar. El cuerpo es entonces un enemigo íntimo que convierte su protagonismo en un campo de tortura. Porque del simple cuidado, de la prudencia y el coqueteo, se pasa a una obsesión enfermiza, a un violento sacrificio carnal, que acaba devorando aquello que pretende defender. El respeto al cuerpo, igual que el amor por los veranos, significa defensa de la vida, apuesta por la felicidad, afirmación de que nuestro espacio es terrenal, de que nuestras ilusiones son de carne y hueso. Las sociedades laicas nacieron para cuidar los espacios públicos y los cuerpos, que son los mejores amigos del ciudadano. Pero el mundo moderno juega a autodestruirse, a devorar sus razones en cuerpo y alma. Si la tuberculosis fue una metáfora de la sociedad romántica y de la primera crisis del ciudadano moderno, la anorexia representa hoy una sociedad que convierte sus valores en autodestrucción, su amor por los cuerpos en exterminio. Al desnudo, sin los avisos del decorado, resulta difícil diferenciar el cuerpo de algunas modelos y los cadáveres vivientes que poblaron o pueblan un campo de concentración.

La llegada de nuestro verano no significa el fin de la Guerra Fría. En los últimos años han aumentado de forma muy notable las inversiones en investigación militar, y las sociedades occidentales dedican el desarrollo científico a la destrucción. Más que un país, EE UU es nuestro ideal de belleza, el espejo en el que podemos observar nuestro desnudo. La política armamentista es la anorexia de la ciencia, la devoración última de la modernidad. Estamos vomitando todo aquello que un día nos atrevimos a soñar. En nombre de la seguridad, declaramos guerras que imponen un mundo más inseguro; en nombre de la libertad, degradamos los derechos civiles e inventamos nuevas formas de tortura. El informe que Amnistía Internacional acaba de hacer público deja pocas ilusiones en pie y nos habla de unas democracias sometidas a planes acelerados de adelgazamiento. EE UU, nuestro ideal de belleza, inventa nuevas formas de tortura, como, por ejemplo, la subcontratación del tormento en países poco respetuosos con los derechos humanos. Mientras tanto nos asustamos de que Francia pueda votar no a una constitución europea que supone, al mismo tiempo, la humillación a la OTAN y el refuerzo de las investigaciones militares. Y preparamos una nueva exaltación de la base militar norteamericana en Rota. La sombra de los bombarderos y la silueta de los buques de guerra se mezclan en las playas de la bahía de Cádiz con los cuerpos en bañador de una modernidad infantilizada y anoréxica.

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