La torre de Córdoba
El gerente de Urbanismo expresó no hace mucho su opinión: la altura del edificio previsto en sustitución del hotel Meliá no le gusta y pidió que le mostraran una maqueta para aquilatar su parecer con una impresión visual más esclarecedora. Incluso en el fantástico caso de que el nombramiento al frente de la Gerencia llevara aparejada la adquisición automática de un criterio infalible como el del Papa, no se explica por qué este señor cree que lo que a él le guste o le deje de gustar tiene relevancia o validez como elemento de juicio a la hora de definir la actuación del órgano administrativo que dirige. Ni siquiera debería cometer la indecencia de manifestarlo, al menos cuando actúa en ostentación de su cargo, porque nuestra Constitución prohíbe taxativamente la arbitrariedad de la Administración, y no hay mayor arbitrariedad que la decisión sujeta al veleidoso gusto de un iluminado de pacotilla.
Encelado en la posibilidad de congraciarse con una aparente mayoría de ciudadanos contrarios a la nueva torre, hipertrofiado su ego e hinchada su autoestima como un globo aerostático, el señor Ocaña ha olvidado cuál es la naturaleza de su labor, a saber, administrar la normativa disponible para encauzar la actividad cuya regulación cae dentro de su competencia, y disponer la forma óptima de suplirla cuando presente lagunas, pero en ningún caso impartir sus particulares consideraciones de visionario.
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