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Qué turismo y qué ciudad

Joan Subirats

Barcelona acumula buena parte del crecimiento del número de turistas que llegan cada año al país. En la web del Ayuntamiento (www.bcn.es) se pone de relieve que el turismo en la ciudad creció el año pasado más del 18%, mientras que en el resto de Cataluña el incremento fue sólo del 0,3%. De los más de 11 millones de turistas que llegan a Cataluña, se calcula que unos nueve millones visitan al año la ciudad. En una declaraciones recientes, uno de los dirigentes del gremio de hoteleros de Barcelona (la ciudad dispone de más de 400 hoteles y se siguen construyendo) afirmó que para que la estructura hotelera de la ciudad fuera "sostenible" habría que llegar a 14 millones de turistas al año. No cabe duda de los beneficios que genera el turismo desde el punto de vista económico. Alrededor del turismo florecen hoteles, restaurantes, bares, comercios de todo tipo, y esa dinámica impulsa la creación y el mantenimiento de multitud de empleos. Pero es también evidente que los beneficios y los costes de esa explosión no se reparten de un modo uniforme. En Barcelona residen muchos ciudadanos que llevan tiempo detectando en sus vidas la presión que genera esa conversión de la ciudad en un destino turístico de primer nivel en Europa y en el mundo: encarecimiento de pisos y locales, conversión de residencias privadas en apartamentos que se alquilan por días, aumentos muy significativos en el precio de consumiciones y comidas en ciertas zonas, presencia apabullante de turistas en ciertos espacios públicos e incluso fenómenos de mobbing en distintos puntos, casi siempre conectados con zonas de alto despliegue turístico.

El patrimonio cultural de la ciudad es sin duda uno de sus grandes atractivos, aunque no el único. En la mencionada web municipal se destacan cuatro aspectos del interés de Barcelona para el visitante: gastronomía, mar, la noche y los museos. El llamado "turismo cultural" forma parte, así, de las coordenadas que explican en parte el boom turístico de los últimos años. La Fundación Caixa de Catalunya, en su emblemático edificio de La Pedrera, ha organizado para estos días un encuentro sobre nuevas políticas para el turismo cultural (www.fundaciocaixacatalunya.org) en el que conocidos especialistas de la altura de Yves Michaud, Nestor García Canclini y Bruno Frey debaten los efectos indeseados del turismo cultural de masas. ¿Qué práctica cultural se está instituyendo a través de esa nueva invasión de consumidores cultural-gastronómicos? ¿Qué impactos tiene en el patrimonio cultural y en la manera de ser presentado e institucionalizado ese voraz y para algunos depredador movimiento turístico global? La liberalización económica parece haber desencadenado una aparente liberalización cultural. Los museos se afanan en diversificar su oferta, en ofrecer servicios, en mercantilizar su patrimonio e incluso en crear sucursales y ramas en diversos lugares. Emulan a la empresa, pero lo hacen con algo considerado hasta hace poco material sensible y poco adecuado para un uso superintensivo. Y no es extraño que los especialistas nos hablen de cultura precocinada, de californicación de la cultura (ese estado mental que busca por doquier sucedáneos del paraíso), instrumentalizando, estandarizando, agotando las fuentes de creatividad.

Pero conviene que nos preguntemos asimismo sobre el impacto en nuestra propia ciudad de ese, para unos, inquietante fenómeno, para otros, esperanzadora fuente de riqueza y desarrollo. Muchos ciudadanos se preguntan hacia dónde vamos. Quién dirige y quién se beneficia de esa colosal explosión de transeúntes que no cesan de llegar y que empiezan a conformar otra ciudad. Para muchos visitantes Barcelona tiene esas dimensiones mágicas que la hacen especialmente atractiva. En media jornada te desplazas de la playa a la Sagrada Familia, pasando por el Museo Picasso y tomándote unas tapas a buen precio. Barcelona representa un ideal europeo de ciudad habitable y atractiva. Pero si no dispones de muy elevados recursos, ¿será posible seguir viviendo en esa zona central?, ¿será posible seguir diversificando usos, personas y espacios, o todo lo llenará la mercantilización y la banalización cultural y de ocio? La actitud del turista es la del paseo, la de la distracción, la del zapping cultural, la del estereotipo de lo auténtico. En su transitar consumista acaba condicionando las sendas que atraviesa. Y la propia industria cultural se pone al servicio de esa gran fuente de riqueza, articulando esa mezcla ligera de arte, patrimonio, gastronomía y comercio que se ofrece de forma reciclada y pasteurizada para el consumo fácil del visitante. Por otra parte, no resulta sencillo avanzar en una mejor gobernanza del espacio público de la ciudad si buena parte de esos espacios públicos se llenan con transitantes. Es difícil generar civismo alguno o sentido de implicación colectiva en quien sabe que pasará apenas unas horas o días en la ciudad.

¿Tenemos aún tiempo o capacidad para modificar ese tremendo giro en nuestra vida urbana que muchos dicen que no ha hecho sino empezar? Las soluciones que a uno se le ocurren no resultan sencillas. Lo que nos dice el sentido común es seguir insistiendo en la mezcla, en la no tematización de barrios y calles, en limitar o regular el número de hoteles para que no se haga más grande la pelota, en diversificar visitantes y en evitar promotores culturales segmentados. Es evidente que la rivalidad de usos del espacio público de la ciudad y de su patrimonio cultural crece sin cesar. Y ante ello no cabe más solución que buscar nuevas vías de gobierno de esa creciente complejidad, para evitar su deterioro definitivo, su mercantilización abusiva, la pérdida de referentes ciudadanos. Y ello exige abrir la comunidad de decisión del sector, entendiendo que hoy el turismo en la ciudad no es un problema de los adetti ai lavori, sino que es un problema de modelo de ciudad que compete a todos sin excepción.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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