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Columna
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Derechos del asno

Para toparnos con lo extravagante y pintoresco no es necesario rebuscar en el pasado, ni en los ritos y hábitos de viejas tribus o en nuestra propia y polvorienta memoria. La noticia puede sorprendernos por su inconcebible y original modernidad. Desde esta atalaya madrileña podemos estar al tanto de cualesquiera novedades y les traslado a ustedes la que me ha comunicado mi corresponsal familiar en el Reino Unido, o sea, mi hija primogénita, que allí reside. La novedad es risueña, como casi todo lo que se hace con excesiva seriedad y podría tener eco, si no hay quien lo remedie, en muchos lugares de nuestra geografía, el municipio de Mijas, sin ir más allá. La localidad británica de Blackpool, en el oeste de Inglaterra, sobre el mar de Irlanda, es una especie de Benidorm brumoso, cuyos más importantes recursos provienen del turismo, sin duda, interior. Nunca he estado allí, pero he de dar crédito a la información periodística que me transmiten. Para regular y "humanizar" a los burros, que son mayoría, y a los caballos que forman parte de la atracción turística del lugar se han publicado unas curiosas disposiciones promovidas, sin duda, por las poderosas sociedades protectoras de animales que pululan por aquel país.

Son animales de enganche, como cabe suponer, y tiran de coches, landós, calesas o lo que allí tengan. A partir de ahora, la vida de los cuadrúpedos sajones ha mejorado sensiblemente. Prohibido que su esfuerzo sea superior a las ocho horas diarias; una hora, entre medias, para despachar la ración de cebada y el día viernes, descanso total. Nada se dice del aperitivo y la siesta, o la satisfacción de los imperativos sexuales, omisiones que, a buen seguro, se remediarán en los pueblos de Málaga y cuantos disfruten de esa atracción locomotriz.

No estaría de más que volvieran a la capital aquellos coches de caballos que fueron patéticos recursos para los dibujantes de la época, con el flaco rocín entre las varas, que esperaban en el "punto", o la parada y vivieron sus últimos días entre la caótica circulación. Los aurigas urbanos sorteaban diestramente los pocos automóviles De Dion Bouton, los "Ford T" y los taxis "Renault", tan parecidos a los que iban a sustituir. Sería bueno que figurase entre los proyectos del Ayuntamiento de Madrid un parque de esos vehículos, con vistas a los futuros y problemáticos Juegos Olímpicos. Claro es que, además de velar por el confort de caballos y burros, sería necesario adiestrarlos en los frecuentes embotellamientos y el endiablado tránsito por los largos túneles que aligeran la circulación. Volvería a escucharse en las tabernas la voz ronca del cochero pidiendo "un aguardiente pa' mí, y al caballo, una torrija", liberal solicitud que coloca históricamente a aquellos hombres al nivel de sus homólogos británicos en la atención y el cuidado de los animales. Entre la inevitable memoria de la primera juventud recuerdo que, en esta ciudad, los animales convivían con los munícipes y en la calle Jordán, en el barrio de Chamberí, guardaba el vehículo y el caballo un famoso cochero. Esquina a la calle del Cardenal Cisneros hubo, hasta bien entrados los cuarenta, una vaquería que lanzaba los gratos -al menos para mí- efluvios del heno y la cama tibia de los propios rumiantes, amén de sus resignados mugidos. Consideraciones de salud pública acabaron con esa promiscuidad. Ahora no sabemos, a ciencia cierta, de dónde procede la leche que bebemos aunque esté, por supuesto, pasteurizada, uperizada y quizás desprovista de varios componentes primigenios.

En Madrid, los licenciados, los de silla, que caracoleaban en los andenes arenosos de la Castellana, se usaban para arrastrar coches y, en su triste destino, para ser destripados en la plaza de toros durante la ferias de San Isidro. Las mulas para tirar de los tranvías, antes de la tracción eléctrica, y los asnos como acarreo de los aguadores, en tiempos en que eran contadas las casas que disponían de agua corriente.

Aquella típica y más bien cochambrosa capital tuvo como habitantes censados un alto número de bestias. Hoy, algunos votan. La noticia reseñada viene a confirmar la alta estima en que los ingleses tienen a los humildes rucios y no es de sorprender cuando conocemos que alguna lady chiflada deja una fortuna al gato o a sus perros pequineses. Al fin y al cabo, Calígula hizo senador a su caballo, algo que entre nosotros no dejaría de inspirar recelos. Y Juan Ramón Jiménez inmortalizó a un suave y algodonoso pollino.

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