Lisboa sin Pessoa
La capital portuguesa, a pie y en el tranvía 28
Hay ciudades a las que es aconsejable llegar en un medio de transporte determinado, para que el primer encuentro se grabe en la memoria. Dicen los turistas experimentados que a Lisboa hay que llegar en coche, cruzando el puente 25 de Septiembre, sobre el Tajo, para tener la sensación de que te lanzas desde lo alto, sumergiéndote de pronto en sus colinas. Yo llegué en avión, mientras leía Lisboa: lo que el turista debe ver, una guía turística escrita por Fernando Pessoa. En ella, el gran poeta homenajea a su ciudad natal vertiendo toneladas de adjetivos y datos históricos sobre sus calles, plazas y monumentos, quizá para que el lector recuerde la grandeza del pasado portugués. Así que, mientras me dirigía en autobús hacia el centro, pensaba en Pessoa, y quizá, aunque entonces no lo supiera, ésa sea otra buena manera de llegar a Lisboa.
Porque Lisboa ha sido tomada por Pessoa, ese hombre a quien, en vida, casi nadie prestó atención. Hay aceras empedradas, ropa de colores apagados, un castillo, azulejos policromados, escaleras empinadas, tranvías, conversaciones en voz baja, un río, pastelerías, colinas, camareros brasileños, un metro moderno, música de ambiente en las calles, menús baratos y atardeceres inflamados. Sí. Pero si entras en un café, no tardarás en saber que allí estuvo Pessoa, y si te sientas en la terraza de otro, le verás sentado a la mesa de al lado, y si hablas con alguien, te recitará unos versos, y si te das un paseo, acabarás en su casa. Así que, a los dos días de llegar a Pessoa en avión, decidí leerlo más y mejor, pero huir de él. Y visitar Lisboa.
Hacia el barrio Alto
El 28 es el tranvía más turístico. Es antiguo, blanco y amarillo, y los asientos son de madera. Recorre las calles empinadas de los barrios de Alfama, Graça, Bairro Alto y Estrela, y está siempre repleto de turistas que lo utilizan para subir al Castelo de São Jorge, acompañados por un par de lisboetas y algún carterista. Tomé uno en Baixa y me bajé en la segunda parada y decidí pasear. Había ropa tendida bajo las ventanas, sencillas casas de comida y anticuarios. En otra calle proliferaban las ortopedias, con sus tristes escaparates mostrando piernas de plástico y zapatos con alzas. Según me dijeron, el secreto de que barrios como el de Alfama conserven su encanto, o su tipismo, se debe a los alquileres de renta antigua que pagan los inquilinos de los comercios, lo cual dificulta el desembarco de tiendas más modernas e impersonales. En lugar de dirigirme al castillo, bajo cuya muralla se arremolinaban cientos de turistas jadeantes, visité el Museo-Escuela de Artes Decorativas Portuguesas, de la Fundación Ricardo Espírito Santo Silva, situado en un palacio del siglo XVII. En las salas del museo se expone mobiliario del siglo XVI al XIX, y hay habitaciones de época. A la riqueza de una mesa de juego tallada en madera de palisandro, oscura y brillante, o de las alfombras de Arraiolos, se une la austeridad de los lóbregos dormitorios. Contención y esplendor portugueses. En otro sector del palacio se encuentran los talleres de oficios, en los que se realizan réplicas de muebles antiguos, lámparas y encuadernaciones.
Salgo a la calle y bajo a saltitos por angostas escaleras hasta topar con El Resto, un restaurante cibercafé con una terraza con buenas vistas. Me tomo un refresco mientras pienso que he regresado al siglo XXI, o algo parecido.
Llego al barrio de Belem en un tranvía moderno, el 15, que viaja paralelo al Tajo. Tras un vendedor de castañas, meditabundo bajo su gorra marrón, se abre la impresionante fachada del monasterio de los Jerónimos, una de las obras maestras de la arquitectura manuelina. Ya dentro, me topo en un patio con la tumba de Pessoa, doy media vuelta y me refugio en el Museo da Marinha, en otra ala.
Compro una bolsa de deliciosos pasteis de Belem en la cafetería del mismo nombre, y, aprovechando que hace un día magnífico, paseo por la ribera del Tajo, en dirección hacia el centro. Hay ciclistas, corredores y familias de paseo. Me acerco a unos pescadores que sestean con las cañas de pescar combadas sobre las aguas pardas del río, y les preguntó qué pescan. Si Dios quiere, me dicen, lenguados, sargos o róbalos. Al otro lado del Tajo, velada por la calima, se vislumbra la figura del Cristo Rei, réplica del de Río de Janeiro, y según me acerco al puente 25 de Septiembre, el rumor de los coches aumenta de intensidad. Bajo su estructura se hace el silencio, y allí comienza la Doca de Alcántara, un conjunto de bares y restaurantes situados en los muelles, junto a un puerto deportivo. Me siento en una mesa del Doca 6, pido una cerveza, y sigo con la vista el vuelo de una gaviota.
Una plaza de tierra
Lisboa está llena de plazas con interés. Están las plazas de la zona baja, en el área comercial y más turística, amplias, señoriales y con bellos empedrados, como las de Restauradores, Pedro IV o Rossio, Figueira o Comércio; pero también hay otras, más solitarias y recoletas. Una de ellas es la Praça do Príncipe Real, cerca del jardín botánico. Es de tierra, tiene un estanque y, sobre todo, un árbol magnífico cuya copa crece en horizontal, con las ramas apoyadas en una liviana estructura de hierro. ¿Un tipo de pino, quizá? Me acerco a unos venerables ancianos, que juegan a las cartas en unas mesas. "Es un ciprés", me dicen. "¿A qué juegan ustedes?", pregunto. "A la sueca. ¿Eres español?". Les respondo que sí, y por cómo me miran, me doy cuenta de que son de la vieja guardia, de aquellos que piensan que "de España, ni buen viento, ni buen casamiento". Deambulo sin rumbo, y me encuentro con el Campo Mártires da Patria, una explanada con un estanque en el que chapotean patos muy serios, junto a la Facultad de Medicina y unas casas modernistas. Lo más curioso de la plaza es una estatua del doctor Sousa Martins (1843-1897), eminente científico, médico y filántropo, bajo la cual se amontonan ramos de flores, velas y placas votivas en su honor. Martins ha sido recientemente canonizado como São José Tomás, pese a ser hereje y suicida. Me fui de la bella Lisboa pensando en él, feliz de haber sido capaz de dar esquinazo a Pessoa. Martins. El santo suicida lisboeta.
Nicolás Casariego (Madrid, 1970) fue finalista del Premio Nadal 2005 con Cazadores de luz.
GUÍA PRÁCTICA
Datos básicos.- Prefijo telefónico: 00 351- Población el municipio de Lisboa tiene 540.000 habitantes.Información- Oficina de turismo de Lisboa (www.visitlisboa.com; 210 31 27 00).- Oficina de turismo de Portugal en España (902 88 77 12; www.visitportugal.com).- Web para reservas hoteleras: www.portugal.nethotels.com.- Museos de Lisboa: www.ipmuseus.pt.
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