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Columna
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El éxito virtual

Internet asombra por sus posibilidades, unas posibilidades que muchos legos en la materia sólo conocemos parcialmente. Pero entre ellas hay una de perniciosos efectos: la de satisfacer el íntimo deseo de todos los egos, en un ejercicio de democrática y acrítica absorción.

Internet está lleno de páginas personales donde la gente da cuenta de los hechos más banales. Hemos pasado del álbum de fotos privado a la edición de una revista fotográfica, como si el ámbito público necesitara esa rareza documental para certificar que seguimos existiendo. Todo el mundo aspira hoy a su página en Internet, y a que en ella luzcan las fotos de sus últimas vacaciones o el producto de su afición a la papiroflexia. Claro que a esta perversa inclinación por convertir nuestra intimidad en un suceso de revista (de revista ficticia, virtual) se le superpone una nueva posibilidad: la consagración pública de nuestra actividad vocacional, cualquiera que ésta sea, precisamente cuando no hay otro modo de poder manifestarla.

Internet está lleno de escritores que no pueden publicar, de pintores que no pueden exponer, de columnistas que no cuentan con periódico. En Internet hay políticos sin votantes, predicadores sin rebaño, inventores sin patente. Todo eso y mucho más encuentra acomodo en Internet: abogados sin bufete, filósofos sin cátedra, editores sin revista. El desafío virtual llega aún más lejos: no ya genios sin medio donde difundir su obra, sino incluso genios sin obra como tal. En Internet habitan novelistas sin novelas; pintores sin pinturas e inventores sin inventos. En Internet cobra sentido el nuevo significado que pretende el término virtual: algo opuesto a lo real. Se trata de un lugar donde todas las expectativas pueden verse colmadas, un lugar imaginario donde se registran oficios, producciones, opiniones, creaciones y proyectos radicalmente imposibles, cosas a las que la realidad les ha negado toda posibilidad.

Me temo que ya hay mentes que se contentan con habitar ese universo ficticio. En él no es preciso albergar ningún talento. Basta con poseer ciertas habilidades informáticas o, eventualmente, usufructuar las de algún amigo. Es el lugar de la autoedición, autodifusión, automanifestación, autoconfesión y, en el peor sentido de la palabra, autorrealización. Es el lugar del autismo absoluto. De la masturbación mental. De la satisfacción inmediata a un impulso primario, un impulso que, confrontado con la realidad y ante las resistencias que ésta impone, se refugia en un lugar donde puede hacerse público sin ninguna discriminación, sin ninguna tramitación y sin ninguna demora.

Hasta ahora había una diferencia clara entre lo público y lo privado. Lo privado debía superar un filtro, más o menos atrabiliario, para acceder al entorno público. Ahora, cuando lo privado no logra acceder a lo público por los conductos habituales busca su acomodo en lo virtual, donde todo encuentra sitio con democrático impudor. Esto supone construir un nuevo ámbito de relación y comunicación. Así como hasta ahora sólo existían lo público y lo privado, ahora existe un tercer estadio, lo virtual, un lugar intermedio y accesible, una puerta sin cerradura.

Sabemos que la realidad no es justa, que no cuenta con criterios imparciales para retribuir a los seres humanos en función de sus proyectos e ilusiones. La realidad no es justa con quienes dirigen empresas, escriben sonetos o se presentan a una plaza de funcionario, pero eso no impide (antes al contrario, refuerza) la certeza de que el esfuerzo y la tenacidad siguen siendo las mejores armas, nuestras mejores armas, para llevar adelante aquello que queremos hacer. No, la realidad no suele ser justa, pero nuestra constancia puede ayudar a que lo sea en cierto modo. El mundo virtual, muy al contrario, nos exime de ponernos a prueba. En él todo resulta fácil. Presiento, sin embargo, que siempre quedará un resabio de insatisfacción en quienes fían su fortuna a este nuevo Negociado del Reconocimiento, porque nunca estarán muy seguros de cuál habría sido su suerte en otro lugar mucho más comprometido: el de la dura y dolorosa realidad.

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