Cenicienta en la campiña inglesa
El Festival de Glyndebourne abre con un Rossini clásico su edición de este año
Que un festival que basa buena parte de su encanto en poder merendar sobre la hierba durante los larguísimos intermedios de sus óperas se inaugure lloviendo a mares es una de esas cosas que sólo los ingleses pueden soportar sin una queja. El paraguas ha campado por sus respetos y el champaña ha corrido igual que siempre, pero bajo las galerías del teatro en lugar de en la campiña que lo rodea. Y en un lugar como Glyndebourne no da lo mismo. Lo importante es la ópera, claro, pero sin el pic-nic siempre se queda uno, nunca mejor dicho, a media ración.
Menos mal que La Cenerentola rossiniana urdida por ese viejo zorro de las tablas que es sir Peter Hall y que inaugura la temporada de este año -la otra producción nueva será un Julio César de Händel preparado por David McVicar y William Christie- ha funcionado francamente bien, mucho mejor de lo que este cronista barruntaba para su fuero interno. Naturalmente, el concepto es tradicional y la lectura muy en primera instancia para que nadie se escandalice, aunque con toques que muestran un talento que no se le discute. Sir Peter no es precisamente Calixto Bieito, así que tómense sus interpretaciones sociológicas como lo que son: mínimas pero útiles. Decorados clásicos, vestuarios no muy afortunados y una iluminación que se atenuaba de forma bastante absurda cuando en los concertantes los personajes reflexionaban para sí, suman una puesta en escena que divierte, sobre todo, por la claridad de su línea y por una dirección de actores que recurre al gesto y no al exceso.
Brillante Jurowski
Ese planteamiento prudentemente cómico, hasta de cierta elegancia expresiva, se sostuvo desde el foso con un trabajo admirable del joven y brillantísimo Vladímir Jurowski, director musical de la casa. Su Rossini fue simplemente primoroso, acompañó con un cuidado exquisito a los cantantes, pero, sobre todo, supo sacar -con una Filarmónica de Londres que está encantada con él- toda la belleza, la originalidad y la inteligencia que atesora la orquesta del Cisne de Pésaro. Eligió el fortepiano para el continuo y Richard Baker dictó lección desde el teclado.
En el capítulo de los solistas hay que destacar a la pareja de enamorados. Ruxandra Donose presta una voz no demasiado grande pero sí bella y un estilo menos arriesgado que cuidadoso a una protagonista que demuestra que no tiene un pelo de tonta. El ruso Maxim Mironov -que aún no ha cumplido los 25- es un Don Ramiro de volumen igualmente limitado pero que salva sin afligirse agilidades y adornos en la línea de un Rockwell Blake, o sea, la correcta. Ahí hay futuro, lo que siempre fue una de las señas de identidad de Glyndebourne.
Tras ellos, Raquela Sheeran y Lucia Cirillo procuraron que las hermanastras de Cenicienta fueran algo más que unas pécoras. Luciano di Pasquale dio a su Don Magnífico lo que pidió el director de escena y resolvió sin problemas un personaje agradecido donde los haya. Simone Alberghini luce más su Dandini como actor que como cantante -tardó en entrar en calor- y Nathan Berg fue un pasable Alidoro. A las diez de la noche, después de comer, beber y escuchar a Rossini, la pequeña felicidad de los seres humanos aguantaba el aguacero pues eso: como quien oye llover.
Babelia
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