La Little Italy de Barcelona
Es curioso cómo el hombre tiende a buscar fuera lo que, muchas veces, ya tiene al lado. Eso es fácil de comprobar viajando. Debo confesar que me he esforzado en encontrar el mejor tiramisú del mundo y he llegado a la conclusión de que, siempre bajo mi modesta opinión, lo tengo a 20 metros de casa.
Hasta hace pocos años la plaza del Duc de Medinaceli era conocida, además de por el Registro Civil, por la improvisada estación de autobuses de la Sarfa que traía a la capital a un puñado de estudiantes gerundenses dispuestos a comerse el mundo. A pesar de sus palmeras, que le dan ese aire colonial; a pesar de su fuente con el duque colgando; a pesar de estar a 50 metros del mar, siempre tenía ese aire gris y maloliente de las plazas de Ciutat Vella. Con las Olimpiadas empezó a cambiar el color de la ciudad y a mediados de la década de los noventa, con la Pompeu Fabra y la escuela de diseño Elisava a dos pasos, la plaza, o el barrio, cogió otro aire: se llenó de bares y restaurantes con una cierta gracia, de tiendas, de gente que reformó antiguos tugurios, e incluso Almodóvar la inmortalizó en su película Todo sobre mi madre, en una de las escenas más sobrecogedoras del filme. Ciutat Vella se puso por las nubes, lo que era el culo del mundo ahora es un lujo y los que vivimos aquí estamos encantados, con o sin área verde.
Mirco Merotto, como otros, tuvo visión de futuro y hace 10 años apostó por este agujero. Y dio en el clavo. Su historia se parece a la de muchos inmigrantes europeos (no magrebíes) que aterrizan en Barcelona por casualidad, alucinan pepinillos, especialmente con el clima, y echan las anclas. Mirco es veneciano y él y su hermano Amos se dedicaban a elaborar artesanalmente y vender helados en la ciudad de los canales. Un día llegaron a Barcelona de vacaciones y quedaron maravillados: aquí se vivía bien y encima el clima era estupendo. Y decidieron montar un restaurante italiano en la calle de Anselm Clavé. Se llama El Mercante de Venecia y su concepto gastronómico se resume en ofrecer la comida que comen ellos, lo que, siendo italianos, es ya una garantía. Les funcionó tan bien que cinco años más tarde abrían Le Tre Venezie en la plaza del Duc de Medinaceli.
Mirco es consciente de que las tres estrellas de la cocina italiana son los canelones, la lasaña y el tiramisú, y que nadie los cocina como su propia madre. Lo mismo nos pasa aquí con la tortilla de patatas: la mejor, la de casa. Por esto Mirco y Amos rescataron la receta del tiramisú de su zia Augusta, veneciana de toda la vida y amante de la buena comida. Aunque los ingredientes del tiramisú son siempre el mascarpone, galletas, café, brandy y cacao, nunca las proporciones o la marca del producto son iguales, incluso el tiempo de reposo hace cambiar el gusto, de aquí que salga bien distinto según el cocinero. La zia Augusta se decanta por el vino dulce de Marsala, aunque otros le ponen grappa, amaretto o brandy, depende de la región italiana. El tipo de galletas son las savoiardi, de la zona de la Saboya, una especie de melindro que absorbe todo el marsala o el café, que en este caso es un Segafredo. La calidad del mascarpone es básica. Mirco confiesa que en España es difícil encontrarlo, por eso lo importan de su país. El proceso de elaboración sigue un orden estricto: primero una capa de savoiardi impregnada de café rebajado con agua y azúcar, después una crema de mascarpone, nata y... el secreto mejor guardado, luego otra capa de galletas rociadas de marsala, otra capa de crema y encima cacao espolvoreado. Me dirán que así lo hacen todos, pero será el ingrediente secreto, será el reposo de 24 horas, básico para que las savoiardi se ameren bien, lo cierto es que el tiramisú de la zia Augusta sabe a gloria y, para mi gusto, supera el que he comido en los restaurantes de Italia, porque, claro, ya se ha convertido en un juego pedir tiramisú para ver si el de mi vecino sigue siendo el mejor. Y lo es.
Discutir el mejor capuccino es mucho más complicado, pero prueben ustedes el del Sotto Voce, justo al lado de Le Tre Venezie. Yeral es nicaragüense, pero ha vivido 16 años en Trentino y sabe lo que lleva entre manos. Trabajó cuatro años para Mirco y al final montó este bar junto con Daniela, otra italiana enamorada de Barcelona. Le pregunto a Yeral por el secreto de su exquisito capuccino y me mira como alucinado. "¿Secreto? Ninguno. O sí: buscar el mejor café
[ellos han optado por Illy, de torrefacción italiana], cuidar el agua y mimar la máquina". Visto así parece sencillo, pero Yeral me cuenta esos pequeños toques que hacen que la máquina funcione como él quiere. "Si hay demasiada humedad el café sale malo. El molinillo también es básico: si muele demasiado fino, el agua se encharca y salen como gotas de aceite. Si el grano es demasiado grueso el café sale a chorro y no vale nada". Sotto Voce abre los fines de semana por la noche, cuando se convierte en un bar de copas, pero Yeral me confiesa que el éxito lo tienen en los desayunos. Y no me extraña. Sé de un vecino tan fiel que cuando pasa cada día por delante del bar para ir a comprar el periódico, Yeral o Daniela ya empiezan a prepararle su capuccino. Los amantes de la comida italiana estamos de suerte en esta plaza.
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