Lo que está en juego en el referéndum de Francia
¿Por qué únicamente en Francia -o casi- una corriente de opinión importante se opone a la Constitución europea con la fuerza suficiente como para otorgar posibilidades al no y para sembrar la confusión entre los partidarios del sí? La respuesta que se da con más frecuencia a esta embarazosa pregunta es que las élites de todo orden y de todas las orientaciones políticas son cuestionadas por aquellas categorías políticas que ven en el liberalismo y en la economía de mercado unos peligros para sus intereses, un riesgo de aumentar las desigualdades y la exclusión. Es cierto que la oposición entre los partidarios del sí y los del no es ante todo la de la gente de arriba y la gente de abajo. El no es mayoritario entre los pequeños trabajadores independientes -comerciantes y artesanos- y todavía más claramente entre los trabajadores del sector público y, en especial, entre los docentes. La principal organización sindical, la Confederación General de Trabajadores (CGT), cuyos miembros proceden ante todo del sector público, se ha pronunciado abiertamente a favor del no. El Partido Comunista y las diversas formaciones de extrema izquierda participan muy activamente en la campaña del no. Pero, ¿qué significado tiene este conflicto? ¿Por qué las categorías con bajos ingresos se oponen al proyecto de Constitución europea?
Dejemos de lado el argumento de los partidarios del sí que condena a los defensores del no diciendo que sus razones no tienen nada que ver con el proyecto de Constitución, que es ante todo una construcción institucional. Lo que es totalmente justo, pero no tiene ningún efecto, ya que es normal que en democracia una consulta electoral tan importante como unas elecciones presidenciales o un referéndum permita la expresión de satisfacción e insatisfacción general, cuya significación puede ser totalmente externa al objeto de la consulta. Aquí el conflicto no tiene una naturaleza social; no es un conflicto de clases o de intereses. Lo que se cuestiona es la orientación liberal de Europa a la que quienes se sienten amenazados sólo pueden oponerse defendiendo el poder de intervención de un Estado, no sólo regulador de la economía, sino sobre todo defensor de la protección social y más aún del empleo. Este llamamiento defensivo al Estado es mucho más fuerte en Francia que en los demás países europeos, ya que las tendencias liberales y socialdemócratas que dan la prioridad a las cuestiones económicas y sociales siempre han sido más débiles en Francia, donde el Partido Comunista y el movimiento gaullista, que apelaban al papel superior del Estado, han ejercido una influencia profunda y duradera. En la izquierda sobre todo, los funcionarios y los asalariados de las empresas públicas consideran que están al servicio del interés general, mientras que las empresas privadas sólo buscan su interés particular. Hay parte de verdad en esta idea, que se encuentra en todos los países, pero su presencia es mucho más fuerte en Francia. También fue este país el que sintió mayor orgullo al oponerse a la intervención estadounidense en Irak, ya que así demostraba su capacidad para defender los grandes principios del derecho internacional contra la voluntad de guerra estadounidense. Los franceses tienden a creer que su país, es decir, su Estado, tiene una relación especial con los grandes principios de defensa de las patrias. Y esta imagen de sí mismos, un poco artificial pero respetable, se ve reforzada en la Francia de hoy por la conciencia de un fracaso de la Europa liberal, donde el crecimiento es débil y donde los trabajadores están mal defendidos, mientras que los muy ricos se enriquecen aún más y donde muchos empleos están amenazados por las deslocalizaciones impuestas por los mercados.
Entre los partidarios del no, los abiertamente antieuropeos son poco numerosos. Desde la ratificación -por muy escaso margen- del Tratado de Maastricht, la construcción europea es un hecho irreversible. Pero muchos consideran que esta construcción es un mal necesario y que Europa inserta a sus países miembros en un mundo dominado por el dinero, donde aumentan las desigualdades y donde están amenazadas las grandes conquistas de la época de la liberación que siguió a la caída del imperio nazi. ¿Cómo no comparar esta desconfianza de los franceses con el apoyo dado por los ingleses al Partido Laborista, pese a la oposición del electorado a la política llevada a cabo por Tony Blair en Irak? La "izquierda" inglesa, tras la socialdemocracia alemana, ha reconocido la necesidad de asociar la economía de mercado y la acción protectora del Estado. Por el contrario, en Francia se mantiene la idea de que estas dos fuerzas tiran en direcciones opuestas. La paradoja es que Gran Bretaña defiende, al margen de la Unión Europea, una concepción muy cercana al modelo social europeo definido por Jacques Delors y la tradición alemana, mientras que Francia, que siempre ha desempeñado el papel principal en la construcción de Europa, defiende una visión del mundo que se ajusta cada vez menos a la que domina en el mundo de hoy. De ahí la gravedad del presente debate para Francia. Es seguro que si vota no, perderá su lugar central en Europa y, al mismo tiempo, reforzará en ella a todas las fuerzas que se oponen a unas iniciativas necesarias. Se encerraría entonces en una actitud de rechazo que la paralizaría. Los dirigentes franceses deben dar a los ciudadanos de su país pruebas de su voluntad de acercar el mercado y la protección social. Si el no gana, será porque la opinión pública en Francia habrá seguido convencida de su oposición y no de su complementariedad. Esta opinión debe ser respetada, pero debe quedar claro para todos que rompe con la evolución de Europa durante 50 años y que el futuro de Francia se verá gravemente comprometido.
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