Permanencias y retornos de L.C.
Le Corbusier vuelve a tener una gran presencia como referencia crítica, no sólo entre los especialistas sino entre los estudiosos de la plástica y de los fenómenos basilares de la cultura contemporánea. Se podría hablar de un retorno si no considerásemos la larga permanencia de su obra y su teoría, incluso en los periodos en que las polémicas oportunistas las habían reducido a argumentos negativos para justificar "otra modernidad" y superar las incomodidades de la utopía con la confortabilidad conservadora. Pero es cierto que está apareciendo una nueva avalancha de publicaciones y exposiciones muy superior a lo normal, que acreditan la nueva afiliación lecorbusionista de una generación de críticos y arquitectos que no se habían contaminado en la anterior batalla. Sólo en Cataluña esa reanimación ya es evidente con las investigaciones del grupo Massilia, el esfuerzo de análisis de muchos arquitectos jóvenes y exposiciones como Le Corbusier et le livre en el Colegio de Arquitectos, donde se reúnen todas las ediciones originales de los libros del maestro, con un interesantísimo catálogo que comprende la lista de su biblioteca personal. Un documento indispensable para conocer la inmersión de toda su acción y su pensamiento en la cultura del siglo XX.
El periodo en que Le Corbusier fue más combatido corresponde a los años en que creíamos adivinar los fracasos que se deducirían de su teoría urbanística, una utopía socialista que, interpretada sólo en sus derivaciones formales, perdido el contenido social y olvidada la profundidad de la revolución urbana propuesta, conduciría a unos nuevos barrios sin identidad ni cohesión, con bloques insulsos, desarraigados, tal como sucedió en buena parte de la reconstrucción europea post-bélica. Llegamos a pensar que los desastres de Bellvitge o Sant Ildefons -para citar ejemplos barceloneses que son más evidentes porque son los peores- eran consecuencia de las malas ideas de la Ville Radieuse o que el famoso proyecto del Ilot Insalubre para París acabaría devastando los centros de todas las ciudades europeas. No nos dimos cuenta de que la Ville Radieuse, la Ciudad Funcional -o el Pla Macià para Barcelona- no eran sólo programas formales, sino programas sociales y políticos. Ni que los conjuntos de torres y bloques o las concentraciones terciarias sin la base de una política social, en manos del capitalismo y el liberalismo eran las estructuras formales más apropiadas para la especulación de los promotores y terratenientes que podían olvidarse así de los servicios colectivos y de la definición de nuevas identidades. El urbanismo orgánico -"humanista", solíamos decir-, con formas fácilmente legibles y con estructuras sociales conservadoras se proponía como una modernidad asequible frente a la revolución devastadora. La reivindicación de las calles y las plazas tradicionales y en general del espacio público era una manera de exigir que un nuevo barrio fuese un episodio urbano y no sólo un polígono de viviendas dormitorio.
Es evidente que aquella errónea cualificación del urbanismo de Le Corbusier es hoy un tema anticuado o una referencia polémica que sólo puede utilizarse en discusiones sectoriales o en ejemplos muy particulares. Hoy las extensiones de muchas ciudades se componen según dos modelos: el polígono de bloques o el pintoresquismo aleatorio que va desde las viviendas pareadas y la elitización de los centros históricos a la suburbialización barraquil más absoluta. Ninguno de los dos tiene nada que ver con las utopías de Le Corbusier. Si se hubiera impuesto el proyecto del Ilot Insalubre, el Marais no sería hoy esa aburrida colección de cursilerías arquitectónicas. Si la ocupación del Ensanche de Barcelona se hubiera hecho con los parámetros -geométricos, fríos, deshumanizados- del Pla Macià quizá se habría evitado la Barcelona intersticial suburbializada de Porcioles. Los barrios de Chandigarth o de Brasilia funcionan mejor que La Verneda o Les Corts.
Sin duda, la comprobación del fracaso del urbanismo que presumía oponerse a Le Corbusier debe ser un factor en este relativo retorno del maestro suizo. Pero hay también consideraciones estrictamente arquitectónicas. Por ejemplo, una lección de verosimilitud proyectual frente a las frecuentes fantasías formales de algunos arquitectos de hoy. Le Corbusier ha sido el campeón de la plasticidad, el artista que revolucionó la expresión de la arquitectura, integrando las líneas más creativas de las vanguardias escultóricas y pictóricas sin apartarse del servicio y la adecuación de lo funcional y lo constructivo. Esa voluntad está también presente en muchos monumentos recientes, respecto a los cuales, no obstante, podemos dudar de la validez del itinerario creativo, a menudo demasiado segregado de los valores que dan especificidad a la arquitectura y dependientes de esfuerzos marginales e incluso negativos como pueden ser la insolidaridad contextual, la atención mediática o comercial, la negación de los modelos y del protagonismo del espacio público. Frente a estas dudas la referencia a Le Corbusier es indispensable desde dos puntos de vista: desde la necesaria crítica moderadora a los excesos antiarquitectónicos y -lo que es más importante- desde el de los propios autores cuya extremada creatividad necesita una reflexión conceptual, precisamente la que pueden encontrar en la obra del maestro, en la que cada referencia a la escultura y a la pintura ha pasado primero por -y se ha originado en- la esencialidad arquitectónica. No es extraño, pues, que los críticos de Gehry, Koolhaas, Miralles, Nouvel o Hadid saquen siempre a relucir el maestrazgo de Le Corbusier ni que esos mismos arquitectos, creadores geniales, invoquen al maestro como uno de sus fundamentos y, a veces, como su mejor justificación.
Oriol Bohigas es arquitecto.
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