Modelo autonómico
El diccionario del debate político español es fino. Delgadito, quiero decir: unos cuantos conceptos traídos y llevados (sobre todo traídos), encogidos y estirados (mayormente lo primero), revisados y repetidos hasta el punto de saturación y/o de ocupación colonizadora del resto de los vocablos de nuestras lenguas. ¿Qué es en lo primero que se piensa al leer "modelo autonómico"? Sin duda en el diseño del país, en la arquitectura de las comunidades autónomas, mientras que las otras acepciones de esa palabra clave quedan, si quedan, en un segundo plano. No creo que salimos ganando como sociedad al abordar el paisaje lingüístico-político desde, prácticamente, un solo mirador. Más bien me temo lo contrario. Entre otras razones, porque entiendo que sumar sentidos al vocabulario en general y al léxico social en particular vale lo que sumar esfuerzos, energía de conocimiento y de comprensión; es decir, aumenta las posibilidades de cualquier arreglo necesario.
El "modelo autonómico" del título de hoy no quiere, pues, hacer referencia al diseño del Estado ni al estado de la nación ni al estado del debate sobre el estado del Estado, sino al estado de las personas que componen cualquiera de esas categorías colectivas. No utilizaré la palabra autonomía para referirme al conjunto de atribuciones competenciales públicas ni a dinámicas de (des)centralización política; sino en esa acepción más natural que la identifica con los atributos y las condiciones que nos hacen más libres, menos dependientes, como seres humanos y como ciudadanos.
Creo que ganaríamos como sociedad si más a menudo "comunidad autónoma" se viera como conjunto de ciudadanos autónomos. O si se midiera la autonomía de una comunidad no tanto por las competencias que asume el poder o el gobierno como por el grado de autonomía de cada una de las personas que la integran. Autonomía en el sentido material e intelectual; de libertad física y de la otra, la que se concreta en grados de información, cultura, capacidad de respuesta crítica. O si el desarrollo estatutario se identificara con la responsabilidad política de garantizar niveles cada vez más altos de independencia individual.
Colocar la autonomía privada en el centro del debate autonómico serviría para afinar los diagnósticos políticos; es decir, para aliviar el desfase entre la teoría y la práctica de la vida social, y así remediar la paradoja en que estamos hundidos y que permite la coexistencia de discursos autonomistas cada vez más ambiciosos y sofisticados con un palpable y creciente deterioro de los estatutos de autonomía personal.
Euskadi es una comunidad con un alto nivel de autonomía (no discutiré que rediseñable y perfectible), pero ¿cuál es el modelo autonómico de los vascos considerados de uno en uno? ¿Cuál su margen de maniobra social, cultural o laboral, de trasformación y/o cuestionamiento crítico del mundo? Entiendo que bajos. Ya sabemos en qué estado se encuentran esos dos pilares de la independencia material que son el trabajo y la vivienda. Las posibilidades de decidir y planificar una trayectoria profesional son cada vez más escasas; el basurismo y la precariedad del empleo debilitan la autonomía al punto de volverla de cristal, casi intocable. Vivienda y libertad de elección se han vuelto antónimos; las pruebas más perfectas las encontramos en las hipotecas a cuarenta años, y en el hecho de que el único acceso a un piso puede pender del hilo incontrolable de un sorteo. Que los fundamentos de la autonomía intelectual -información, cultura, educación- son especies en peligro de extinción lo pienso a menudo. Cada vez que en la televisión autonómica, por ejemplo, me topo con los informativos doctrinales, o con programas como Date el bote que exhiben una incultura estremecedora, o, lo que es lo mismo, el paisaje de la autonomía personal arrasado, como si le hubiera pasado por encima un incendio (provocado, en el sentido de escolarizado).
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