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Los copistas de Flaubert

José María Ridao

El rastreo de la estirpe cervantina en la ya larga historia de la novela suele encontrar en Madame Bovary uno de sus hitos más sobresalientes y, a la vez, más indiscutibles. Al igual que en el caso del hidalgo manchego, la peripecia del personaje de Flaubert se describe como un trastorno de la razón, como una auténtica intoxicación literaria, cuyo síntoma más característico se manifiesta en la dificultad psicológica para compatibilizar el alto ideal que destilan algunas obras de género, consumidas con obsesiva devoción por ambos personajes, con la vulgaridad y la miseria de la vida cotidiana, de toda vida cotidiana. El paralelismo entre la fantasía caballeresca de Alonso Quijano y la inflamación amorosa de Emma Bovary resulta, a este respecto, inequívoco, lo mismo que el origen libresco de sus respectivas ambiciones y esperanzas. Incluso el abrupto desengaño que padece el personaje de Flaubert, su desgarradora rendición ante la realidad, sórdida a sus ojos, de que el amor y los instintos se asemejan hasta resultar indistinguibles, parece albergar ecos diáfanos del parlamento con el que Don Quijote se despoja, ya frente a la inminencia de la muerte, del extravagante disfraz que ha consumido sus días y sus fuerzas.

Al recoger un cabo concreto de los muchos que el Quijote tiende a sus lectores, al reutilizar uno de sus innumerables artificios con preferencia sobre todos los demás, Flaubert no sólo continúa la empresa literaria de Cervantes, confirmando que la ofuscación acerca de que el ideal es sólo eso, ideal, sabotea el sosiego y hasta la felicidad de quien lo abraza. Flaubert, además, singulariza esa empresa y, en la medida en que la singulariza, la destaca sobre otras empresas posibles, contribuye a darle forma y a crearla, reordenando la manera en la que se reciben y se interpretan series completas de obras a partir de la suya. Gracias en buena parte a que Flaubert concibe la inflamación amorosa de Emma Bovary según el modelo de Alonso Quijano y su arrebato por el ideal caballeresco, es posible percibir con creciente nitidez, no ya el vínculo que une entre sí novelas como Ana Karenina, Effi Briest, O primo Bazilio, La regenta y, en general, las más destacadas entre las que trataron del amor adúltero durante el siglo XIX, sino su discreta filiación cervantina. Ahora bien, en tanto que textos literarios, en tanto que obras abiertas a múltiples lecturas, cabría legítimamente preguntarse si el ideal al que se refieren los diferentes autores, el ideal que se vuelve contra el sosiego y la felicidad de quien lo abraza, es sólo el del amor romántico que profesan invariablemente sus heroínas o, también, el que late bajo una institución como el matrimonio, según las convenciones bajo las que se concebía entonces. Concertado por razones muchas veces sórdidas o por simple interés entre familias, los contrayentes habían de confiar, sin embargo, en que una inexplicable alquimia habría de convertirlo en fuente de mutuo respeto, de afecto compartido y, en último extremo, de auténtico amor.

La apertura del proceso judicial contra Flaubert constituye la prueba más terminante de que la aproximación a Madame Bovary admitía, al menos, esa doble perspectiva, puesto que es difícil suponer que los censores que clamaron contra la hipotética inmoralidad de la novela lo hicieran pensando en la invectiva contra el amor romántico que sin duda contiene, y no en su implícita reprobación del matrimonio, de cierto tipo de matrimonio. Por suerte para la historia de la literatura, pero también para las mujeres sometidas a una voluntad ajena y, en definitiva, para la causa de la libertad humana, la mecha de Flaubert prendió en otros escritores, lo mismo que la de Cervantes había prendido en Flaubert, y el género de la novela fue realizando su particular contribución para que se reconocieran, primero, y se admitiesen, después, realidades hasta entonces dolorosamente soterradas. Por esta vía, el corrosivo contraste entre el ideal caballeresco y la realidad de la España del XVI no agotó de una vez su carga subversiva, sino que siguió surtiendo efectos al cabo de largo tiempo, cuando sirvió de inspiración a otro contraste, no menos corrosivo, entre el amor romántico y la institución del matrimonio en la Francia de Flaubert, por lo demás sometido a usos semejantes en el resto de Europa.

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Desde cierto punto de vista y, en cualquier caso, desde un punto de vista tan legítimo como cualquier otro, la novela del siglo XIX puede entenderse como una exhaustiva prolongación de la empresa cervantina según la definió Flaubert, como una sistemática labor de desencantamiento, de revelación de la inestable tramoya que suele apuntalar la precariedad de los más grandes ideales y conceptos. Junto a ese puñado de obras excepcionales que, en la estela de Madame Bovary, abordan la insatisfacción de la mujer en el interior de unas convenciones matrimoniales asfixiantes, es posible advertir otro poderoso foco de interés entre los novelistas de la época, a juzgar por el número de obras que le dedican. El amor de clérigo, el amor que quebranta la bárbara aunque reverenciada institución del celibato, inspira toda una saga de novelas -entre las que Tormento, de Galdós, o una vez más, La regenta, de Clarín, merecen un lugar destacado- que parecen retomar los recursos con los que Flaubert aborda el amor adúltero y que no son, a fin de cuentas, más que una genial reapropiación de los utilizados por Cervantes. Quizá resulte desproporcionado suponer que la onda expansiva de la literatura, o mejor, de esta literatura que halla en Cervantes lo que, con toda seguridad, Cervantes rescataría de una tradición anterior, puede modificar el rumbo de la historia de las ideas. Pero lo que tampoco puede negarse es que esta literatura abogaba, en efecto, por reconocer "las imperfecciones de la vida", una de las condiciones imprescindibles para que, según Isaiah Berlin, las doctrinas fanáticas que vieron la luz en el siglo XIX desembocaran, contra todo pronóstico, en la conciencia de que tarde o temprano es preciso "preservar un equilibrio imperfecto en cuestiones humanas".

Pocos años antes de su muerte, Flaubert emprenderá los preparativos para redactar el que será su último y sugerente manuscrito, Bouvard et Pécuchet, en el que, de nuevo, parece volverse sobre la obra de Cervantes para prolongar su empresa de demolición. Autor ya maduro, novelista en pleno dominio de su arte, Flaubert prefiere ahora recoger otros cabos de los muchos que el Quijote tiende al lector, otros artificios no ensayados en Madame Bovary. La crítica advirtió desde muy pronto la estirpe cervantina de estos dos personajes ardorosamente persuadidos de que la ciencia conlleva la felicidad, de estos dos caballeros andantes del saber. Como Alonso Quijano, como Emma Bovary, la extravagante peripecia de Bouvard y Pécuchet resulta incomprensible sin el respaldo de una bien nutrida biblioteca, al punto de que la sucesión de aventuras caballerescas o amorosas se convierte aquí, en este sobrevenido testamento literario de Flaubert, en sucesión de estudios y experimentos invariablementeconcluidos en fracaso, fiel también en esto al remoto modelo establecido por Cervantes. Pero a diferencia de Madame Bovary, a diferencia de ese texto en el que se contrapone con dramática circunspección, aunque no sin destellos de áspera ironía, la llamarada del amor romántico a la ingrata realidad del matrimonio, Bouvard et Pécuchet exhibe un tono paródico que remite, por directo, al que Cervantes emplea en el Quijote contra las novelas de caballería.

Por alguna extraña razón ha sido escasa, por no decir nula, la curiosidad por descubrir qué actitudes, qué géneros o qué obras caricaturiza la que sería la última gran novela de Flaubert. Como si se tratase de ese raro prodigio consistente en un texto sin contexto, Bouvard et Pécuchet parece haber quedado varada, desde el momento mismo de su publicación, en el vasto territorio de la excentricidad que algunos autores de genio suelen frecuentar al margen de sus obras más conocidas. Tal vez sea debido a que, entre 1850 y 1860, Flaubert expresa ya en su correspondencia el deseo de "emmerder l'humanité qui nous enmmerde", de reaccionar contra "la bêtise" de toda una época, y ese exasperado sentimiento se considera un estímulo suficiente para explicar la génesis de la novela. Acceder a la ingente documentación que requería la escritura de Bouvard et Pécuchet -vagamente concebida, en principio, como la historia de una pareja de copistas que se propone elaborar una enciclopedia de la estupidez- le tomó varios años, en los que leyó de manera más o menos sistemática tratados acerca de las más variadas disciplinas. Y aunque desde 1863 tiene trazado el plan de la novela, su efectiva redacción no comenzaría hasta el primero de agosto de 1874, según confiesa en una carta dirigida a Turgenev.

Por descontado, es posible imaginar que el proyecto fue madurando en el espíritu de Flaubert al margen de cualquier influencia exterior. Pero resulta de igual modo verosímil imaginar que, como Madame Bovary y, en general, como cualquier obra literaria de envergadura, Bouvard et Pécuchet se fue perfilando por interacción y por contraste con otras obras y con los diversos estímulos que alcanzaban a su autor. La fe obtusa en la ciencia, la convicción de que su extraordinario desarrollo auguraba épocas de necesaria felicidad, se fue apoderando poco a poco de las sociedades europeas, y encontró en las revistas, y sobre todo en las novelas de divulgación, un firme aliado. A la luz de esta evolución, que acabaría desembocando por uno de sus extremos en la empresa colonial y por el otro en la generalización de las políticas eugenésicas, antesala de las grandes matanzas perpetradas en el siglo XX, los personajes que Flaubert había concebido vagamente como una pareja de copistas resultan, de pronto, menos artificiales, menos criaturas de un delirio surgido de la nada. En realidad, el excéntrico proyecto de Bouvard y de Pécuchet consistía en hacer lo mismo, exactamente lo mismo, que decenas, tal vez centenares de redactores empleados en las revistas y enciclopedias populares que proliferaron en la época; lo mismo, exactamente lo mismo, que ese concurrido género de autores que, convencidos de instruir deleitando, se limitaban muchas veces a reproducir en forma de diálogo manuales enteros de geografía, física, química, zoología, botánica y, en fin, de las más diversas y abstrusas ramas del saber. En relación con ellos, con todos ellos, Bouvard y Pécuchet no fueron una fantasía extravagante; fueron una certera caricatura.

Si el testamento literario de Flaubert hubiera surtido unos efectos similares a los de Madame Bovary, si la prolongación de la empresa cervantina que lo inspira se hubiese comprendido cabalmente, tal vez la valoración de lo que en su día prosperó como literatura popular, y hoy como literatura para jóvenes, sería más atinada de lo que ha sido hasta el presente. En 1869, esto es, apenas cinco años antes de la publicación de Bouvard et Pécuchet, Julio Verne obtuvo uno de sus éxitos más resonantes con Veinte mil leguas de viaje submarino. Flaubert pudo o no conocer la obra, pudo o no estar al corriente del éxito que tributó a su autor. De lo que no cabe duda, sin embargo, es de que, tras la publicación de Bouvard et Pécuchet, pocos lectores estarán en condiciones de regresar a las páginas de Verne con la inocencia y la ingenuidad de la primera vez. Embebidos de la parodia, casi podría decirse que intoxicados por ella como Emma Bovary por las novelas de amor, les resultará difícil apartar de la mente la imagen de una esperpéntica granja en Normandía cada vez que se enfrenten a las descripciones admirativas del Nautilus, y apenas podrán contener la risa cuando, acordándose de los dos aplicados copistas de Flaubert, recorran las páginas de Verne en las que el capitán Nemo y el profesor Aronnax entablan sesudos diálogos acerca de las ciencias más diversas.

Quizá resulte, una vez más, desproporcionado suponer que la onda expansiva de la literatura, de esta literatura inspirada por la empresa cervantina, pueda modificar el rumbo de la historia de las ideas. Pero lo que tampoco puede negarse, como sucedía en el caso del Quijote, como sucedía en el de Madame Bovary, es que el desencanto de Bouvard y Pécuchet abogaba por "las imperfecciones de la vida". Después de arduas y extenuantes investigaciones, la única conclusión firme que lograron extraer es, según una de las primeras reseñas que aparecieron del libro, la de que "la verdad de hoy se convierte en error mañana, de que todo es precario, variable y contiene en proporciones desconocidas tanto de cierto como de falso". Lejos de resultar decepcionante, el hallazgo de Bouvard y Pécuchet constituye una de las condiciones imprescindibles para comprender, siempre en palabras de Berlin, que nuestra felicidad o nuestra infelicidad, individual o colectiva, es una responsabilidad que nos corresponde por entero, sin que podamos trasladarla "a algo objetivo", sean leyes de Dios, de la naturaleza, de la economía o del pasado. Precisamente lo que intentaron hacer con la ciencia tantos copistas como los de Flaubert que nunca, ni siquiera hoy, habrían dejado de tomarse en serio.

José María Ridao es embajador de España en la Unesco.

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