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Columna
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Dos por el precio de uno

Hace ahora 15 años, una conspiración de los barones tories de la Cámara de los Comunes contra su líder y primera ministra desalojaba del 10 de Downing Street, ante el asombro de propios y extraños, a Margaret Thatcher, dos años antes de que finalizara su mandato. A pesar de haber llevado al Partido Conservador a tres triunfos electorales consecutivos y de haber revolucionado la economía británica, que pasó de ser "el enfermo de Europa" a convertirse en uno de los motores del crecimiento europeo, la dama de hierro se vio obligada a dimitir como consecuencia de su obstinación en imponer un impuesto altamente impopular sobre la vivienda, el nunca aprobado poll tax, que los capitostes de su grupo parlamentario consideraban letal para las posibilidades electorales de los conservadores. "¡Te han echado los tuyos!", le comentaba, escandalizado, a Thatcher su gran amigo, el presidente socialista francés, François Mitterrand.

¿Puede ahora el ala radical del laborismo propiciar una conspiración similar contra Tony Blair, esgrimiendo la caída de popularidad y credibilidad evidentes del primer ministro, que se ha traducido, a pesar de conservar una mayoría absoluta de 66 escaños, en una pérdida de seis puntos porcentuales y cerca de 50 diputados en comparación con las elecciones de hace cuatro años? No es nada probable, a pesar del griterío organizado por la izquierda laborista, que, nada más conocerse los resultados electorales, ha comenzado a pedir la retirada anticipada de Blair. En primer lugar, porque los dos partidos, precisamente a raíz de la rocambolesca destitución de Thatcher, han reformado sus estatutos, de tal forma que el líder se elige ahora por todo el partido y no como antes, donde sólo los miembros del grupo parlamentario participaban en la designación. Y, en segundo lugar, porque, al votar laborista, los británicos han conseguido dos líderes por el precio de uno: Blair, ahora, y el canciller del Exchequer, Gordon Brown, después. Contrariamente a lo que les ocurre a los conservadores con la dimisión de su jefe, Michel Howard, que les plantea una inconveniente y prolongada lucha por el liderazgo de varios meses, la sucesión laborista está garantizada. Y, a pesar de las impaciencias de los Robin Cook, Frank Dobson, Claire Short y demás damnificados por el apoyo de Blair a la guerra de Irak, no está nada claro que Brown quiera provocar, o le convenga, una sucesión inmediata. No es previsible que mueva pieza antes de que Blair haya rematado los importantes retos inmediatos que se le plantean, como la cumbre del G-8, la presidencia semestral de la Unión Europea y, si el referéndum francés triunfa el próximo día 29, un difícil plebiscito similar para el Reino Unido en 2006.

La realidad es que ambos políticos todavía se necesitan. Blair tiene que apoyarse en la credibilidad, todavía inmaculada de Brown, para llevar a buen puerto la reforma de los servicios públicos, la culminación del cambio constitucional emprendido y, sobre todo, el eventual referéndum sobre la Carta Magna europea, si es que se celebra. Por su parte, el canciller precisa del apoyo de Blair para que las clases medias británicas, que, a pesar de los pesares, siguen admirando el liderazgo del primer ministro, continúen votando laborista. Ese centro político, representativo del middle Britain, a quien Blair debe su histórica tercera victoria consecutiva, rechazaría de plano un giro a la izquierda del laborismo. Y tampoco está claro que Brown vaya a forzar la sucesión con la única ayuda de los representantes del viejo laborismo, cuyo entusiasmo por el canciller del Exchequer constituye más una reacción visceral contra Blair que un apoyo ideológico al aspirante. Después de todo, Brown ha puesto el mismo entusiasmo que Blair en la defensa del programa electoral, totalmente New Labour, y ha manifestado que, en el caso de Irak, hubiera hecho lo mismo que su primer ministro. Y, ¡ojo a navegantes en la llamada Vieja Europa!: Brown es mucho más proamericano y euroescéptico que Blair.

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