Desasosiego sueco
Gran fenómeno en el norte de Europa, desde Alemania, donde vende más que J. K. Rowling y su Harry Potter, Henning Mankell, hombre de teatro y narrador, contó en una serie de ocho novelas las aventuras del inspector Kurt Wallander. En La pirámide (Pyramiden, 1999) reunió cinco largos cuentos sobre la prehistoria de Wallander, desde su principio como policía de uniforme, callejero, en 1969, manejando la porra antidisturbios en las manifestaciones contra la guerra en Vietnam y ganándose el desprecio de muchos de sus conciudadanos, hasta casi la primera página de sus famosos casos de novela. La suerte quiso que el joven guardia Wallander se encontrara en 1969 con un vecino de bloque, supuesto suicida que, antes de pegarse un tiro, tuvo la ocurrencia de tragarse unos diamantes. Wallander, veinteañero, desentrañó el misterio y, como premio, accedió al despacho de los investigadores criminalistas.
LA PIRÁMIDE
Henning Mankell
Traducción de
Carmen Montes Cano
Tusquets. Barcelona, 2005
402 páginas. 20 euros
La novela de crímenes es un
testimonio del estado de los tiempos, dijo Jean-Patrick Manchette, y Mankell examina el estado del crimen en Suecia. Propone un subtítulo para los ocho grandes episodios de Wallander: "Novelas sobre el desasosiego sueco". Todas serían variaciones sobre un único tema: el Estado de derecho sueco durante la década de los noventa, según Mankell. "¿No tendrá la democracia sueca un precio que pueda llegar a parecernos demasiado alto y deje de merecer la pena pagar?", se pregunta. Wallander sería "un portavoz de la sensación de inseguridad dominante". El escritor es portavoz de sus lectores, que, según cuenta, le escriben, airadamente algunas veces. Es un ciudadano común el ins
pector Wallander, solitario, malquerido por su mujer desde el noviazgo, veinteañero abandonado, fumador, mentiroso y sentimental, amante de la ópera, acuchillado, golpeado, tiroteado por cuestiones de trabajo, con una muela fastidiada, abandonado otra vez, cuarentón con achaques, muy apreciado por sus lectores. Se ducha poco, se lava poco los dientes. Come mal, patatas cocidas con cebolla, potajes en conserva, sopa de sobre. Ha dejado las hamburguesas para no engordar. Las personas que le son más próximas son para él un auténtico problema: el padre, la novia, la esposa, la hija. Y su país, Suecia, entre 1969 y 1990, anda perturbado por asesinatos espantosos y adolescentes drogadas que se van de casa. ¿Qué está pasando? El número y gravedad de los delitos aumenta, la gente no respeta a la policía.
La pirámide son cinco cuentos, cinco casos. Los suecos matan por amor a la familia, por celos, por locura, por cosas normales. Pero hay una nueva inseguridad, extranjera, contagiosa. En 1969 la inoculaban marineros avariciosos que se infectaron en una tierra cálida, en Brasil, por ejemplo, y en 1975 el asesino llega de lugares desquiciados como la racista Suráfrica. Es un pobre negro asustado, inmigrante ilegal, que mata a una tendera anciana. Y, en las navidades de 1989, cae una avioneta, un alijo de heroína que vuela desde Marbella, y el mal corrompe a dos ancianas suecas, ejecutadas de un tiro en la nuca, humildes propietarias de una mercería y poseedoras de una fortuna secreta en dólares. La caja fuerte donde la escondían vale más que el coche de segunda mano que quiere comprarse el inspector Wallander. El mundo exterior es infernal. Suecia es el hogar que Wallander va perdiendo, de Malmö a Ystad, con sus calles, su geografía, sus fiestas y su gastronomía, un país donde la última pena de muerte se ejecutó en 1910, detalles aclarados muy bien por la traductora.
"No nos gusta que los crimi
nales extranjeros entren a cientos en nuestro país", dice un inspector viejo, y Wallander dice que no es exactamente así, y el asunto abre una grieta entre suecos, entre policías del mismo equipo, "una grieta abisal", piensa Wallander. Le aplastan la cabeza con un candelabro al fotógrafo de las bodas locales, el que hizo las fotos de la familia Wallander, y el inspector abre los cajones del muerto y encuentra un álbum de fotos repulsivas: retratos de políticos, retocados, desfigurados, achicados, reducidos a un tamaño de lupa, monstruos abominables, prominentes hombres de Estado y un solo policía de Ystad, el propio Wallander. ¿Por qué tanta perversión artística? Por indignación contra el poder vigente, contra la pasividad policial, contra la justicia, que absuelve a narcotraficantes por falta de pruebas. El fotógrafo era una de esas personas que, sintiéndose impotentes, han dejado de participar en el diálogo democrático y lo sustituyen por ritos extraños, dice un policía. "Se avecinan tiempos oscuros para la democracia en nuestro país", piensa Wallander, el policía sueco más influyente en el mundo.
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