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Columna
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'Budapest'

Debería estar prohibido burlarse de quien se aventura en una lengua extranjera. Ésa es la primera línea de la última novela de Chico Buarque, que se llama Budapest, y, si se despliega, se convierte en un falso mapa de esa ciudad en la que nunca ha estado este escritor desconocido, que es un cantante famoso en todo el mundo y que cuenta en su libro la historia de un negro literario que deja de hablar por otros cuando, de paso en la ciudad junto al Danubio, se enamora de un idioma que no entiende, que es tan complejo que se dice de él que es la única lengua que respeta el diablo y que, de algún modo, parece tener el poder de reinventarse a la persona que lo aprende. Cosa que, al principio, le resulta difícil, porque en húngaro le parece que ni siquiera es capaz de distinguir y separar una palabra de otra, algo que, según dice, "habría sido como pretender cortar un río con un cuchillo". Pero después, a medida que las extrañas palabras van entrando en él y se dejan decir y entender igual que un animal salvaje que accede a ser acariciado, ese hombre sufre una transformación, deja de llamarse José Costa para ser Zsoze Kósta, y luego al contrario, en Kósta Zsoze, puesto que en húngaro el apellido se escribe antes que el nombre, hasta el punto de que la persona que siempre había sido se vuelve el otro y, finalmente, nadie. No volverá a ser el mismo jamás, pero sólo por el momento.

Estos días hemos vivido unos acontecimientos preocupantes en Madrid, tras el asesinato de un joven español a manos de otro con pasaporte de la República Dominicana, y la serpiente negra del racismo ha corrido por las calles y ha reptado por las palabras de algunas personas que, después del suceso, se dedicaron a patrullar por el lugar del crimen a la caza de extranjeros, pegaron a los que se encontraban e insultaron a todos. Durante una manifestación que encabezaba una pancarta en la que estaba escrito: "No a la violencia, sí a la convivencia", se oyó el grito: "¡A hacer la reconquista!"; y eso quiere decir que algunas personas ven la inmigración como una invasión y les gustaría solucionar los evidentes problemas que plantea con una guerra. Mal asunto.

En realidad, la inmigración bien regulada no sólo no es un problema, sino que es la única solución posible para que un país siga en marcha, para que no se detengan su industria, sus servicios o su agricultura. Pero es algo más: es una forma de volver a hacer visible todo lo que la costumbre y los sobrentendidos enmascaran y de recordarnos el valor de las cosas que para nosotros son evidentes y para otros son extraordinarias. Es un modo de ensanchar nuestra cultura y curarla mediante el contagio de sus peores nacionalismos. Y debería ser una lección de historia para quienes ignoran u olvidan el país de emigrantes que fue España hasta ayer. Debería estar prohibido burlarse de quien se aventura en una lengua extranjera y también odiar a los que son otra vez nosotros, sólo que al revés. El protagonista de la novela de Chico Buarque no volverá a ser el mismo jamás, pero sólo por el momento, porque de repente, y con la misma fuerza con que ha sentido el deseo de llamarle szívem, el corazón empieza a sentir nostalgia de su Brasil y sus palabras portuguesas que lo llaman a grandes voces: pâo de açúcar, mariimbando, bagunça, Guanabara... Hola a Río de Janeiro y adiós a Budapest para siempre, aunque siempre será tan poco tiempo que muy pronto volverá a desandar el camino desandado.

Así llega tanta gente a España, en busca de una oportunidad, prófuga de otra vida. Así aprenden nuestros idiomas, haciendo de cada palabra una llave que les abra alguna de las 1.000 puertas que tienen cerradas. Qué demencia, salir a las calles de Villaverde a hacer un linchamiento, una reconquista, a convertir en una condena el color de piel de otro ser que sueña con tener nuestros derechos y nuestras obligaciones. Qué miedo, que algo tan irracional pueda ocurrir en un país que hoy día se siente tan avanzado. Dan ganas de irse a Budapest y aprender a no odiar en otra lengua. Ojalá que, como pedía un editorial de este periódico, parte del dinero que recaudará la Seguridad Social gracias a las 600.000 personas que acaban de regularizar su situación en nuestro país se destine al Fondo de Integración de los Inmigrantes, y quizá a fomentar planes educativos, tanto para los que llegan y para algunos de los que ya estábamos aquí, ya que hay quienes ya no recuerdan que la sangre no se puede lavar con sangre. Parece mentira que haya que repetirlo ahora.

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