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VISTO / OÍDO
Columna
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Hombres de papel

El hombre no es nada sin unos papeles: unos se quedaron estupefactos ante las ventanillas del día 7, condenados a no ser nada: ilegales, proscritos. Bandidos, si se quiere, puesto que el bando tenía una fecha. "¡Nunca más!", les dicen a gritos los del Gobierno: han sido buenos con ellos, pero la bondad tiene un límite. No sé por qué, pero tiene un límite: hasta el día 7. No hablan de ellos como de personas, sino como de datos estadísticos: lo que los admitidos supondrán de beneficio para nosotros, los empapelados, por lo que paguen a la Seguridad Social; cómo van a hacer cambiar la economía sumergida -el dinero negro- y ocupar puestos de trabajo un poco repugnantes, o muy miserables, que nosotros no queremos, pero que son necesarios. Han sido filtrados: no por tamices selectivos, por aptitudes o por necesidades -y tampoco sería bueno-, sino por los papeles previos a los buenos. Muchos papeles malos equivalen a uno bueno; pero hay que reunir todos los malos ante otras ventanillas, en las cuales consideran que lo que expiden necesita otros papeles menores. Para este bosque de árboles papeleros inventamos las gestorías, unas oficinas donde unos finos especialistas consiguen los papeles pequeños que necesitamos para los buenos; y hasta los buenos. Pero ellos no tienen dinero para el gestor; precisamente por no tener dinero han huido de sus tierras, que otros pueden llamar patrias -concepto fino aquí, donde se discute qué es patria, nación, país-; los que tienen los papeles no dejarán de ser metecos, ilotas. Pero ellos no serán nada.

Me digo a mí mismo que por qué no veo el lado bueno de la cuestión: es decir, cuántos han conseguido legalizarse y pueden vivir con respiro, y quizá con trabajillos. El Gobierno se lo merece: otro no lo hubiera hecho. O sea: otro no lo hizo, e incluso ha pintado el cielo de negro por esta buena acción imperfecta. Pero no dejo de ver las situaciones por su aspecto de personas vivas: hombres, mujeres, niños. Parejas, familias. Unos miles, o no se sabe cuántos -no existen, no tienen papeles-, serán atrapados un día, cuando acudan a un médico o les denuncie el vecino o les pegue un neonazi (o un paleo nazi: es lo mismo). Pero las oficinas y sus jefes aprendieron la lección del cuervo del poema de Poe que asomaba por la ventana y gritaba: "¡Nunca más!".

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