Tonto el que lo lea
TODO EL MUNDO tiene un vecino tonto. A no ser que seas farero o pastor, siempre te tocará un vecino tonto. O a no ser que vivas, como vive Álvaro de Marichalar, surcando los mares absurdamente en una moto acuática sin que nadie te lo pida. Pero vaya, son casos aislados en los que tal vez ni te haga falta el vecino tonto, porque puede que para tonto ya estés tú. No es por presumir, pero si se hiciera un concurso televisivo de vecinos tontos, como una especie de Gran Hermano de vecinos tontos, los míos ganarían fijo. Y encima, no es decir que los tengo al otro extremo del pasillo, no, vivo pared con pared con mis vecinos tontos. No me costó mucho trabajo saber lo tontos que eran, porque además de tontos son transparentes. Coincidí con él por vez primera esperando el ascensor. Iba vestido de ejecutivo manhatteño y llevaba una mochililla a la espalda, muy bien puesta, como se la ponen las madres a los niños cuando van a la escuela. A mí los hombres con traje y mochililla bien puesta me parecen tontos del culo, pero vaya, es una percepción subjetiva; en un 0,1% de casos me puedo equivocar. No nos dijimos nada, porque en mi edificio (concretamente) es como de mala educación saludarse por las mañanas. Eso sólo lo hacen los latinos, que son unos horteras. Total, que llega el ascensor y cuando mi vecino se disponía a entrar antes que yo (porque eso de dejar pasar antes a una dama es de países en vías de desarrollo), su mujer, la pareja del tonto, la tonta del bote, va, y desde la puerta, con un perrito en los brazos, le llama diciéndole con voz quejosa: "Cariño, no le has dicho adiós a Martin y se ha quedado muy triste". Y mi vecino, el de la mochila azul, tuvo el cuajo de volver a su casa para darle un beso al perro, y mientras yo, con la pierna aguantando la puerta del ascensor, que hay veces que de puro buena que soy, también yo parezco tonta. Como uno tiene que relacionarse con todo el mundo, nosotros hemos llegado a tener una relación que calificaría de cordial con nuestros vecinos tontos. Si nos encontramos en el rellano nos preguntamos por la salud de nuestros respectivos perros. Sabemos el nombre de nuestros perros, pero no el de los amos. Si alguien nos viera desde fuera pensaría que somos tan tontos como nuestros vecinos. No sabrían, claro, que nosotros no somos tontos, sino que nos hacemos los tontos, porque vivimos en una sociedad. Hace poco, mi vecina tonta me metió por debajo de la puerta una invitación de cumpleaños. Al principio creí que era para el cumpleaños del imbécil de su marido, pero no, el que cumplía años era el perro. Ella había redactado la invitación como si el perro se la hubiera dictado y había estampado la huella de la pata del perro como firma. Me dio terror asistir a esa fiesta, pensé que si iba a esa fiesta, primero, tendría que comprarle al perro un abrigo de Ralph Lauren o similar (qué menos); segundo, como te relaciones mucho con tontos, en cuanto que te descuides acabas tan tonto como ellos (por eso a mí no me gusta ir a mesas redondas y tal). Angustiada por no tener excusa para no asistir, tomé una decisión drástica, yo soy así, puse tierra por medio y me fui de viaje a promocionar mi obra, que falta le hace. En Bogotá fui testigo de esa paradójica experiencia que es contemplar un país donde convive la gente más educada del planeta con la más violenta, también sentí el calor que me dieron algunos escritores, como Mario Mendoza o Santiago Gamboa, y descubrí algo que ya intuía, que la tontería no tiene fronteras: Fernando Vallejo, escritor nihilista, cuya mejor solución para la especie humana sería acabar con ella, donó en su día el monto del Premio Rómulo Gallegos a la asociación Patitas (?), una asociación brasileña destinada a la recogida de animales abandonados o algo por el estilo. Lo encuentro de humor negro, francamente. Cuando estas prácticas las perpetra gente como mis vecinos, tontos anónimos, sirven de base para todo un articulazo en The New York Times, como el que se publicaba esta semana, en el que se contaba cómo la sublimación del cariño hacia las mascotas es compatible con la más absoluta indiferencia y desdén hacia el ser humano. Rintintín o Lassie, decía el artículo, eran héroes muy queridos por los niños americanos, pero nunca fueron tratados como personas: Lassie dormía en el granero, vigilando por si alguien acechaba la granja. Hoy, en algunas tiendas de marca, hay probadores para perros, y en algunas residencias donde cuidan a las mascotas de las estrellas tienen sala de televisión. La suerte que tienen los artistas es que en vez de llamarlos tontos como a mis vecinos, les llamamos excéntricos. Pero acabaré esta pieza literaria con una confesión: ya de vuelta en el aeropuerto Kennedy pensé que el hecho de no ir al cumpleaños del perro de los tontos no me eximía de comprar un regalo. Me metí en una tienda de marca del Duty Free y le compré al perro un impermeable. Pero ya puestos le compré al mío otro, porque sinceramente, no sé por qué el perro de los tontos tiene que tener un impermeable y el mío no. Tampoco es cuestión de estar pensando siempre en el prójimo. El prójimo: cuando subía en el ascensor me di cuenta de que no le había comprado nada a mi santo. Así que cuando me abrió la puerta le dije: "No te traigo más regalo que mi persona". Sin preámbulos, me quité la camisa y le dije que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura. Y él, que no es tonto y las pilla al vuelo, hizo lo propio.
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