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IDA y VUELTA
Columna
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Habría lanzado octavillas

Enrique Vila-Matas

¿Qué es eso de la urgencia? Vivimos en un mundo de prisas, de acuerdo. Pero aunque no podamos perder ni un segundo de nuestro tiempo, detengámonos a pensar la pregunta. La urgencia tal vez sea continuar algo antes de haber podido empezarlo. ¿Acaso ha empezado ya este artículo? Continuemos, sigamos. Recordemos esa divisa que alguien inventó para la agencia Reuter: "Lo urgente ya está hecho. Lo imposible está a punto de lograrse. Para milagros, hágalos usted mismo". Como la divisa nació cuando la velocidad todavía no era el centro de la vida moderna, la divisa aún conserva el humor que no tardaríamos en perder en nuestro asfalto de histéricas bocinas.

"Va todo tan deprisa últimamente que ahora hay que ser célebre antes de ser conocido", me soltó a bocajarro ayer un querido amigo que encontré por la calle. Mi amigo es enemigo de la velocidad. Pasea tantas horas por la Rambla de Catalunya que muchas veces me cruzo con él. Dispone siempre de tiempo. Ayer estaba más lento y reflexivo que nunca y me habló de un proverbio chino que dice que hay que hacer rápidamente lo que no nos corre prisa para así poder hacer lentamente lo que nos apremia. Me pareció que el proverbio no era chino, sino suyo, pero no se lo dije, se lo digo ahora desde aquí. En realidad, no me dio tiempo a decirle nada porque comenzó a hablarme del caso de Montmeló, donde hoy domingo se reúnen "las masas de aficionados" para adorar al dios de la velocidad.

Le dije que por haber pasado en la lejana y lenta corte sueca dos magníficos días leyendo La velocidad de la luz de Cercas, no sabía yo nada de toda esa locura de Montmeló. Y entonces mi amigo, con gran lentitud y prolijidad de datos, me explicó que todo había cambiado en pocos días y ahora el fervor por el papa polaco había sido sustituido, desde el punto de vista mediático, por un automovilista español que aspira a ser el más veloz del mundo y que mueve masas. "Sin ir más lejos", me dijo, "el próximo domingo se producirá la paradoja de que todos los que vayan a Montmeló para ver el espectáculo de la velocidad se pasarán antes muchas horas quietos en fenomenales atascos de coches".

Observé que, a causa de su lentitud en la exposición del delirio de las masas, me había hecho perder un tiempo considerable, y opté por despedirme de él a toda velocidad. Regresando lentamente a casa, me dije que también yo detesto el prestigio mediático de la velocidad y el lento champaña del señorito Alonso, pero nada tengo en cambio contra un tipo de velocidad de la que carece mi amigo y gran parte de la humanidad y de la que ni se habla y que es la velocidad mental.

Yo habría lanzado hoy octavillas sobre los atascos de Montmeló, folletos que dijeran: "En pleno triunfo de la velocidad mediática, cuando creemos que la velocidad es un valor mensurable, cuyos récords marcan la historia del progreso de las máquinas y de los hombres, el concepto de la velocidad mental parece separarse del concepto de la velocidad en general".

Conozco personas con gran agilidad mental y son ellas, por sí mismas, un gran espectáculo. De entrada, no son coches, lo cual ya es mucho. Por otra parte, a diferencia de un circuito automovilístico, en el mundo de la velocidad mental nada se puede medir, lo que impide que haya confrontaciones o competitividades. Es un mundo sin atascos en el que todos aceptan que la velocidad mental vale por sí misma, por el placer que provoca en quien es sensible a este placer. A veces la velocidad mental, aparte de aportar vivacidad, es pura fuerza y energía. Y despierta, lejos del ruido de los motores, una idea melancólica de infinito.

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