La maldición del cine
Reivindico aquí, frente al famoso apotegma de Andy Warhol, el derecho de todo ser humano a ser maldito al menos 15 minutos de su vida. De hecho, Warhol empezó de maldito, ilustrando revistas de modas y diseñando zapatos femeninos más pre-pop que prêt-à-porter, aunque pronto le sonrió la fama, una frase hecha que siempre me ha resultado muy enigmática, ya que la Fama aparece representada, desde los primeros libros de emblemas del Renacimiento, con cara seria y ademán justiciero. Una vez rico y célebre, Warhol pidió para el común de los mortales al menos "15 minutos de fama". No es casual, sin embargo, que su Factoría neoyorquina estuviese poblada de jóvenes actores de pocas prendas, directores marginales y travestis rampantes, todos deseosos -como dijo en su lecho de muerte el más glamouroso de ellos, Candy Darling- de llegar a ser un día "una pequeña figura de culto" ("a minor cult").
En lo que a mí mismo respecta, puedo morir tranquilo tras la lectura de la reciente obra de Augusto M. Torres Directores españoles malditos (Huerga & Fierro Editores), libro que leí por cierto el mismo día en que se anunció, hace poco más de dos meses, el cierre definitivo de un mítico templo del cine, la Sala Chaillot de la Cinemateca Francesa, homenajeada de manera emocionante, junto a su fundador, Henri Langlois, por Bertolucci en esa obra maestra absoluta que es su última película, Soñadores. En aquella sala elegante, cómoda, teatral (su pantalla estaba detrás de un proscenio arqueado) y a veces recorrida por un tufo acre, conocí cuando éramos adolescentes, más yo que él, a Augusto M. Torres, saliendo ambos de una proyección de Martín el gaucho, de Jacques Tourneur. Más que como españoles en París nos reconocimos como ratas de filmoteca, especie que con los años, sin dejar yo de pertenecer a ella, he ido estudiando con un interés antropológico antes que estético. Siempre que he ido a París iba a la Sala Chaillot de la Cinémathèque, si bien mi principal ratonera fílmica sea, aquí en Madrid, la Sala Doré de la Cinemateca Española: barroca, cómoda, teatral y recorrida a veces por malolientes aires. Lo propio de las ratas de filmoteca, como otros roedores que se alimentan de detritus, es oler mal, y también en la peste corporal fue gran figura Henri Langlois, famoso -muchísimo más de 15 minutos- por limpiar con mayor esmero el celuloide antiguo que su propio cuerpo. ¿Huelen mal los malditos?
El nuevo libro de Augusto M. Torres, persona, hay que decirlo, tan aseada de cuerpo como de mente, muestra de manera muy sugestiva dos de las caras de este polifacético escritor y cineasta. Por un lado, el erudito, autor, entre otras muchas obras de referencia, de dos imprescindibles diccionarios de Cine mundial y Cine español (ambos en Espasa Calpe). Por otro, el sarcástico y novelesco comentarista que, en su excelente ensayo Las películas de mi vida, tomó el cine por las hojas para acabar haciendo unas memorias como la copa de un pino. Ahora bien, lo curioso del recién publicado Directores españoles malditos es, al margen de que me conceda mis 15 minutos de malditismo incluyéndome en él, la premisa de la que parte, original y desafiante. Para Augusto M. Torres, directores malditos "son los que hacen buenas películas, pero tienen problemas". Me hago muy a gusto miembro de un club que admite entre sus socios a Welles, Stroheim, Eisenstein y Erice (este último no aparece en el libro: su fama ha sido más duradera que su condición de maudit). Sí están Iván Zulueta, Ray Loriga, Luis Escobar, Adolfo Marsillach, Chumy-Chúmez, Mario Gas, Miguel Mihura, Jardiel Poncela, Vázquez Figueroa y hasta Aznar, un para mí desconocido cineasta de La Almunia de Doña Godina director de la película José María el Tempranillo.
Del inconmensurable Udolfo Arrietta (sic, ahora, el otrora Adolfo Arrieta) se reseñan tanto su cine como sus besuqueos a mansalva, siendo la ciencia del autor tan refinada que de un maldito a la moda como Marc Recha pasa por orden alfabético a un maldito que esconde tesoros, como Luis Revenga; al llegar a la T, leemos la vida y obra del propio Augusto M. Torres, escrita al modo borgiano como fantástica historia de la infamia cinematográfica. 380 páginas trepidantes y 111 nombres: con un poco de suerte, todos somos malditos.
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