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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Contra la proliferación

La conferencia quinquenal que reúne en Nueva York a los 188 miembros del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) corre el riesgo de convertirse en un diálogo de sordos si cada Estado la aprovecha para insistir en sus propias preocupaciones nacionales. Ya en sus prolegómenos, y sin agenda clara, la reunión ha sido secuestrada por el protagonismo de norcoreanos e iraníes: los unos han servido el aperitivo de un lanzamiento balístico de corto alcance, los otros siguen chantajeando con proseguir su programa de enriquecimiento de combustible atómico.

Pese a sus limitaciones y a sus 35 años de vida, el tratado es uno de los pactos más fructíferos de nuestro tiempo, el arco de bóveda de la contención atómica. Su contrato básico es que los países no nucleares renuncian a desarrollar estas armas y a cambio las cinco potencias declaradas oficialmente Estados nucleares -EE UU, Rusia, Reino Unido, Francia y China- se comprometen a ayudarles con tecnología civil y a reducir y eventualmente eliminar sus propios arsenales.

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Si la utópica supresión del arma nuclear es sin duda el mejor antídoto contra un holocausto, la amenaza más verosímil e inmediata que pende sobre el TNP es la diseminación de tecnologías capaces de proporcionar armamento atómico a gobiernos que violan las reglas del Tratado o las esquivan. Es fácil quebrantar un pacto sustentado en tecnologías con sesenta años de vida, cuyos usuarios mienten o, sometidos al descontrol exportador y al fanatismo político-religioso, permiten comprar conocimiento en un mercado global y seudocriminalizado, como sucedió en el caso de Pakistán y su sabio nuclear Abdul Qadeer Khan.

En la atribución de culpabilidades por la degradación del TNP, los más poderosos, con EE UU a la cabeza, son los más responsables. Washington pretende proteger al mundo de la amenaza atómica mientras mantiene planes concretos para volver a la prohibida experimentación del arma final. Rusia, que, junto con EE UU, suma 28.000 de los 30.000 ingenios nucleares del planeta, es probablemente el mayor peligro proliferador por la inseguridad de sus depósitos. Ni uno ni otro -ni China, Francia y Reino Unido- tienen interés, pese a sus reducciones graduales, en cumplir sus propios compromisos de desarme. Potencias como India, Pakistán o Israel permanecen fuera del Tratado.

El TNP debe ser defendido a toda costa y corregidas las lagunas o ambigüedades de su texto; en este sentido, una de las reformas obvias que debería acordarse en Nueva York es hacer obligatorio para todos sus miembros el estricto protocolo de inspección acordado por el AIEA, el guardián atómico de la ONU. Pero, por encima de todo, la clave de su credibilidad y eficacia radica en que los poderes nucleares muestren mayor voluntad por cumplir y hacer cumplir sus estipulaciones.

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