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Columna
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El puente y el martillo

Los puentes propiamente puentean las fechas que los provocan, como este uno de mayo; las hacen pasar por debajo de la obra, viaducto o pasarela que nos sirve para escapar durante unos días. Llega el puente y nos vamos o nos despegamos, sin movernos, de la actualidad. Huir y fluir son palabras vecinas de letra y música; huimos por el puente mientras por debajo fluye el río conmemorativo que corresponde. En el caso de hoy, la Fiesta del Trabajo (que se ha vuelto un decir). Antes, por jugar, la gente contaba chistes laborales facilones, del tipo "el trabajo es tan malo que hasta lo pagan". Hoy nadie bromea ya con esas cosas, o no ese modo; se comprende que el humor laboral hay que corresponderlo con una ironía más amarga. Porque el río del trabajo que ahora pasa por debajo del puente del uno de mayo no es caudal abundante sino arroyo reseco de la precariedad (90% de los últimos contratos firmados en Euskadi, sin ir más lejos); o río imprevisible (como el Guadiana) que ahora sale y luego se lo come la tierra.

En este contexto de contratitos y contratuelos, en este sí es no del empleo, de "vuelva usted mañana que ya veremos si le necesitamos para algo"; en este árido paisaje laboral, extraña que al trabajo se le siga aplicando el mismo nombre de toda la vida. O mejor dicho, lo que extraña es que no se hayan levantado aún voces airadas exigiendo que no se llame "trabajo" a actividades o manejos de empleo que son obviamente otra cosa. Que no surjan en este campo voces como las que se niegan, por ejemplo, a considerar matrimonio a la unión de parejas homosexuales en nombre no de una visión discriminada del mundo (como podría parecer a simple vista) sino de la pureza terminológica, del rigor lingüístico. Extraña que al "trabajo" no le salgan el mismo tipo de coherencias léxicas, de defensas verbales.

Como extraña que no estén a la orden del día las objeciones de conciencia laborales. Que del mismo modo que ya (a la media hora de haberse aprobado la ley) hay quien declara que nunca casará a una pareja homosexual, no haya quien anuncie públicamente que, en conciencia, no puede sentarse ni un día más al lado de una compañera que gana 30% menos por realizar el mismo trabajo. O que la conciencia no le permite seguir haciéndole a una persona contratos que duran sólo de lunes a viernes; de cada lunes hasta cada viernes, para evitar así pagarle los fines de semana. O que en conciencia no puede aprovechar la necesidad o la falta de papeles para pagar menos o exigir más o adelgazar los tabiques de la seguridad laboral.

Viajamos sobre el puente del Uno de Mayo y por debajo pasan las aguas turbias de un trabajo mal nombrado, desconcienciado y además, o por ello, peligroso. Aumentan las cifras de la siniestralidad paralelamente a la precariedad, la provisionalidad y/o la improvisación de las contrataciones, evidenciando que la seguridad no es sólo cuestión de coberturas normativas o formales, de condiciones objetivas o de accesorios. Que no se reduce a un casco, unas manoplas o un arnés, sino que fundamentalmente requiere preparación, confianza, ubicación de los trabajadores; es decir, un conjunto de ingredientes subjetivos que difícilmente podrá reunir quien trabaja de aquí para allá, desmotivado por contrato, formado a goteo, informado en marcha, o siempre (de)pendiente de un hilo impredecible. He mencionado antes los viejos chistes sobre el trabajo que ya no pueden tener gracia. Lo que menos gracia tiene es enfrentarse hoy a los datos de que en Euskadi la siniestralidad laboral aumentó en los dos primeros meses del año un 21,63%; y un 100% el número de accidentes mortales. Ninguna gracia, pasar por una obra, leer un cartel corriente "no se detenga junto a la valla" y pensar que no te avisa del peligro de que del andamio caiga sólo una teja o un martillo. Que hoy han aumentado las posibilidades de que junto con la herramienta se despeñe la mano que la sujeta y el resto. Los restos.

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