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Tribuna:LOS PRIMEROS PASOS DE UNA SUPERPOTENCIA | DEBATE
Tribuna
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¿Quién teme a China?

Según la teoría del ascenso y caída de las grandes potencias, a lo largo de la historia la acumulación de poder económico y de población se ha traducido en poder militar, de manera que las nuevas potencias ponen en jaque el status quo y terminan desplazando a las existentes. Esta teoría, divulgada por el profesor de Yale Paul Kennedy, preocupa en Estados Unidos, donde muchos piensan que el reto a largo plazo no proviene del terrorismo o del extremismo islámico, sino de China. En buena lógica, habría que impedir, o al menos retardar, su ascenso.

Esta teoría debe contrastarse con la realidad del siglo XXI. Su hilo argumental sería falso si las nuevas potencias decidieran no transformar su poder económico en poder militar. Esto es aplicable, por ejemplo, a la Unión Europea, que se ha convertido en un actor global, renunciando al desarrollo de una capacidad militar en sentido clásico.

Su verdadero reto es su estabilidad interna y la gestión de un Estado de talla descomunal
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La pregunta que se impone ahora es: ¿seguirá China una vía pacífica o se adentrará en el terreno de la confrontación? ¿Viviremos otra guerra fría (o no tan fría) entre dos superpotencias, como la que mantuvieron Estados Unidos y la URSS? ¿Cuándo: dentro de diez años, de cincuenta? El punto de no retorno será el momento en que China esté dispuesta a competir con la fuerza armada por los recursos naturales o la influencia política lejos de sus fronteras, por ejemplo en Oriente Medio.

Hay argumentos muy consistentes contra la idea de que China elegirá la vía de la confrontación. No podemos saber cómo será el futuro, pero tenemos ideas bastante precisas sobre el pasado, y es evidente que China nunca fue una potencia colonial al estilo de las europeas.

Aquejada por problemas internos, China sufrió el colonialismo durante los siglos XIX y XX. Las controversias internacionales más recientes se refieren a disputas con sus vecinos, y no a la proyección de fuerzas en otras regiones del mundo.

El segundo argumento es que el poder militar chino, a pesar de su indudable potencial, se mantiene en unos niveles moderados. Es cierto que se ha anunciado un aumento del 12% en el presupuesto de defensa chino, hasta llegar a los 30.000 millones de dólares, aunque esta cifra oficial es criticada por muchos observadores externos que hablan de un gasto real de 50.000 millones. Pero también es cierto que estos datos deben ponerse en perspectiva. Los presupuestos de defensa de Francia, Japón y el Reino Unido sobrepasan los 40.000 millones, y ninguno cuenta con más de dos millones de soldados como China, al tiempo que el gasto en defensa de Estados Unidos supera los 400.000 millones al año. Por dar otra cifra, en 2003, el primer cliente militar entre los países no industrializados fue Arabia Saudí, que compró por valor de 5.800 millones de dólares, mientras China adquirió 1.000 millones.

A pesar de que, según estos dos índices, no parece que China tenga la voluntad de emplear la fuerza armada en otros continentes, las relaciones con su entorno siguen siendo problemáticas. China está contribuyendo a contener la proliferación nuclear en Corea del Norte, y ha iniciado negociaciones con India para resolver sus desavenencias territoriales; no obstante, tres cuestiones siguen estancadas: las relaciones con Japón, las reivindicaciones marítimas y Taiwan.

Con el fin de impedir que China obtenga recursos militares que le lleven a adoptar medidas drásticas en estas disputas, algunos gobiernos occidentales afirman la necesidad de limitar el comercio de armas, y otros se oponen. En el lenguaje oficial, la divergencia se refiere al fin de las sanciones dictadas tras la represión en la plaza de Tiananmem en 1989, aunque las reflexiones anteriores influyen sobre las respectivas posiciones estatales.

Sin embargo, las relaciones con China están tintadas de hipocresía. Las sanciones sobre material de defensa afectan a una parte mínima del comercio exterior de ese país, mientras que todos los Estados occidentales (estén a favor o en contra del levantamiento del embargo) se benefician de su empuje económico. Muchos países del mundo hacen lo mismo: quienes exportan recursos naturales ven sus precios aumentar, los países industrializados obtienen magníficos contratos, los vecinos, incluido Japón, venden más que nunca a China, y Estados Unidos encuentra financiación para su deuda y una alianza de facto que defiende el valor del dólar. Al mismo tiempo, la competencia económica de China atemoriza a todos e introduce dinámicas difíciles de controlar.

Éste no es el enfoque adecuado de las relaciones con China. Las oportunidades comerciales han arrinconado otros aspectos de la relación. En lugar de hacer referencias meramente retóricas al respeto de los derechos humanos y del Estado de derecho, los líderes occidentales, y en particular los de la Unión Europea, deberían definir una política de largo plazo para comprometer a China en el respeto de los principios internos e internacionales que fundamentan la convivencia pacífica. En lugar de favorecer una carrera desbocada hacia el mercado, los socios de China deberían insistir sobre la necesidad de avanzar hacia el gobierno constitucional. El hecho de que China sea una cultura milenaria orgullosa de su independencia no le impidió apropiarse de una corriente del pensamiento occidental: el marxismo. Ahora es importante que China reconozca las virtudes de otras corrientes políticas que se han convertido en universales.

El problema de China es el respeto de los derechos humanos, pero también el buen gobierno y la estabilidad. La historia demuestra que el verdadero reto de China es su estabilidad interna y la gestión de un Estado de talla descomunal, y el diálogo sobre ese reto puede ser útil para todos. El pueblo chino es el único que puede elegir su forma de gobierno, pero, con la globalización, la estabilidad de China afecta a todo el mundo. El desafío no radica, por tanto, en las relaciones más o menos agresivas de China con su vecindad, sino en la definición de un sistema político que integre las enormes fuerzas sociales originadas en su interior para que éstas no degeneren. Si se ignora este desafío, podemos encontrarnos un día con que la locomotora de la economía mundial ha desaparecido como una ilusión.

Martín Ortega Carcelén es investigador en el Instituto de Estudios de Seguridad de la UE en París.

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