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Columna
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Bibliotecas

De las imágenes más sorprendentes vistas en Madrid en las últimas semanas fue la de la gente haciendo cola ante la Biblioteca Nacional. Su directora, la sabia Rosa Regás, tuvo el acierto de celebrar unas jornadas de puertas abiertas, que atrajo a personas que quizá de otro modo no se hubiesen acercado por allí o por lo menos no se habrían atrevido a entrar. Hay que tener en cuenta que no todo el mundo lleva una vida ligada a los libros. No todos somos investigadores, ni intelectuales, ni nuestro quehacer diario nos exige documentarnos, y si se diese el caso, siempre tendríamos Internet. Para muchos ciudadanos, los gruesos muros y columnas de la Biblioteca Nacional encierran un mundo para iniciados con carné, y resulta más impenetrable que, por ejemplo, el Museo del Prado, que está en la misma acera, porque en el museo hay cuadros colgados en las paredes que uno sólo tiene que mirar, sólo hay que detenerse ante ellos y dejarse llevar y no tiene por qué sentirse excluido, al menos ante la vista de los demás.

Los cuadros están abiertos, pero los libros están cerrados. ¿Cuál de ellos elegir? ¿Por dónde empezar a buscar? No es fácil, no es fácil entrar así como así en una gran biblioteca, hay que tener al menos una vaga idea de lo que se quiere para no sentirse como un pulpo en un garaje. Así que el hecho de pasar y ver puede ser un comienzo. Todos los esfuerzos para humanizar el libro son bienvenidos. De eso sabe mucho Blanca Calvo, la directora de la Biblioteca de Guadalajara, que lleva años y años convocando a miles de personas a sus ya famosos cuentacuentos. Blanca tiene la habilidad de hacer participar a sus conciudadanos bastante activamente en la biblioteca, desde formar una impresionante cadena humana para trasladar libros de un edificio a otro (quizá porque sabe que el roce hace el cariño y que, como primer acercamiento, a los libros hay que tocarlos y pasarles la mano por el lomo) hasta el homenaje que el otro día se les rindió a todas las bibliotecarias de la provincia al nombrarlas Socias de Honor de la Biblioteca, nombramiento que, por cierto, también recibí y que quiero agradecer desde aquí. Fue un acto sencillo y emotivo ver desfilar a tantas personas empeñadas desde las bibliotecas de los pueblos por hacer de la lectura un hábito. Nada puede ser tan eficaz como estar al pie del cañón, entre la gente, montando grupos de lectura e introduciendo en su vida una nueva forma de pasar unas horas a la semana. Sugeriría que todo el dinero que nos podamos gastar en campañas de televisión para el fomento de la lectura se invierta en favorecer estas actividades, en crear espacios que las hagan atractivas, en dotación de libros y en allanar el camino a quienes las promueven.

Las ciudades deberían medirse más por sus bibliotecas que, por poner un ejemplo, por los estadios de fútbol, porque representan la estima en que se tienen sus habitantes. En este sentido, Guadalajara, la ciudad en que nací y por la que siento debilidad, remodeló el Palacio de Dávalos para crear una biblioteca espléndida y viva. Como la de Valencia, ubicada en el Monasterio de San Miguel de los Reyes. Imponente por fuera y moderna por dentro. Bastante moderna, futurista más bien, con robots que traen y llevan libros sin que se desorienten por los largos pasillos. Uno pide un libro y el robot se lo entrega. ¿No se lo creen? Pues vayan a verlo. Puede que a alguien le inspire para escribir una historia mitad El nombre de la rosa, mitad Blade Runner. Pero no es esto lo más interesante que ocurre allí, sino la labor de un puñado de profesores de enseñanza media que desde dentro y desde fuera de la biblioteca logra atraer a cientos y cientos de estudiantes a sus jornadas literarias. Como uno de ellos me dijo, lo que una biblioteca nunca debe ser es un fósil.

Yo a la edad de estos chicos sólo frecuentaba la biblioteca municipal más cercana a mi casa, las grandes me parecían templos lejanos. Y la recuerdo con cariño porque, aunque la mayoría íbamos allí a preparar los exámenes, de vez en cuando nos quedábamos mirando las estanterías hasta que un título nos llamaba la atención y nos picaba la curiosidad. Tan importantes son las bibliotecas pequeñas como las grandes. Lo importante es que es el único lugar en el que el libro no pasa de moda, en que no es discriminado y en que no discrimina, todo el mundo puede leerlo y opinar sobre él. Quizá tenía razón Borges, que tanto sabía de bibliotecas, al decir que "cada libro, algún día, puede ser útil a alguien o alguien puede buscar la seguridad de que no le es inútil".

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