Mi vida como embrión
AQUÍ DONDE me ven, yo en su día fui un embrión. Un embrión que pudo no haber llegado a término, pero yo ya, desde que era embrión, luché por vivir, y aunque nadie deseaba mi existencia en este mundo (mis padres tenían tres embriones previos y estaban de embriones hasta las narices) me aferré a un vientre como la garrapata se agarra a la sangre caliente y me hice feto, y de feto pasé a bebé, y de bebé, a estudiante de EGB. El resto ya lo saben, porque me duele la boca de decirlo. Pero no me repito por gusto, me repito para conseguir que saquen mi biografía en el Pasapalabra, que a mi suegra (concretamente) le hace una gran ilusión y creo que es el destino de todo gran escritor, acabar en el crucigrama de Leontxo o en el Pasapalabra. Lo dicho: esa niña virgen de la EGB pasó a ser guionista (con el himen intacto, prácticamente) de las Mamachicho en un abrir y cerrar de ojos. Y de guionista de culto, a contar chismes, que es lo que hago cada domingo con gran éxito de crítica y público. Lo que yo digo: un carrerón. No miento si digo que tengo background, como dijo un día María Jiménez ante la estupefacción de su entrevistador, que no la comprendió. Por cierto, estoy harta de ser modesta: a lo largo de estos años de éxitos sin tregua me han propuesto dos veces salir de concursante en el Pasapalabra. Obviamente dije que no. Que no le iba bien a mi imagen, dije. Dije eso, aunque la verdad es bien otra. La verdad es que me pasa como a Concha García Campoy, esa mujer de belleza e inteligencia insultantes. Mi Concha y yo nos confesamos un día, en esos entrañables momentos en que una mujer se desnuda frente a otra, que nosotras no vamos al Pasapalabra porque tenemos miedo fundado de quedar como auténticas zotes. Al menos yo (concretamente) tengo grandes posibilidades. He probado a jugar desde mi casa y no doy ni una. Lo mismo me pasaba in illo témpore con el Trivial Pursuit y por eso desarrollé la teoría de que todos los que ganan al Trivial Pursuit o son gilipollas o son tus cuñados. A veces son las dos cosas a la vez, lo cual no es raro, porque casi todos los cuñados son gilipollas. Por definición. Decía que yo fui un embrión. O una embriona, como le gustaría decir a la ministra Calvo, esa diosa del verbo a la que un día escuché decir: "Yo fui cocinera antes que fraila". Y se quedó tan fresca. "Todos fuimos embriones", lo ha dicho la Iglesia y se ha propuesto repetirnos el eslogan hasta que nos enteremos de que el embrión también tiene su corazoncito. Por cierto, que en Argentina todavía persisten los ecos del kilombo que se montó cuando el vicario castrense dijo que a aquellos que defienden el aborto en el caso de una niña violada habría que castigarlos como dice la Biblia, atándoles una piedra al cuello y lanzándolos al mar. Lástima que coincidan dos terribles casualidades: una, que lo diga el obispo castrense (¡en Argentina!); dos, que las palabras de la Biblia coincidan con la forma en que se acabó la dictadura con tantos presos políticos. Yo fui un embrión. A mí no me cuesta ponerme en la piel de un embrión. Cuando trabajaba en la tele tuve la oportunidad de retrotraerme a mis tiempos de embrión. Andaba por allí un individuo vestido de negro riguroso que decía que era hipnotizador y que si querías te retrotraía. El hombre, se ve que para calentarse antes de salir al plató, se ofreció a hipnotizarme un rato. Por aquella época a mí me hipnotizaba cualquiera. El hombre se daba un aire al novio ese tan inaudito que tenía Claudia Schiffer, David Copperfield, que hacía desaparecer edificios enteros (una solución simpática para la catedral de la Almudena). Mi hipnotizador era idéntico, porque hubo un tiempo en que los hipnotizadores y los magos iban vestidos de negro espiritual. El tío me invitó a que me tumbara en el sofá y se colocó sobre mí para imponerme las manos y para echarme, de paso, todo el alientazo a café de máquina, porque este episodio fue después de que, a consecuencia de la toña de Arrabal, prohibieran el alcohol, que fue casi peor porque en aquellos tiempos los contertulios salían mansos a escena, y olían a whisky, que es más llevadero que oler a café de máquina. Debería estar prohibido por la Constitución que alguien te echara el aliento de café de máquina. Que lo diga Maragall, que es también un inaudito. Ahí estaba el hipnotizador, encima de mí, diciéndome cosas para retrotraerme a mi vida de embriona, con lo difícil que soy yo de retrotraer. Mira, yo debajo, con los ojos cerrados a cal y canto, porque los hipnotizadores siempre me han parecido, en el fondo, unos tíos que van a lo que van. Tanto los cerré que cuando me empezó a preguntar si sentía las contracciones del vientre materno, yo ya estaba prácticamente durmiendo el sueño de los embriones. Dicho hipnotizador me abandonó en plena faena para irse a hipnotizar a esas señoras de Getafe que siempre están de público en la tele y que abandonaron a sus familias cuando se legalizaron en España las televisiones privadas. En Barcelona las llevan de Vilanova porque llevarlas de Getafe les saldría carísimo y porque, seamos realistas aunque nos duela: a bote pronto, es difícil distinguir a una señora de Getafe de una de Vilanova. El caso es que yo (concretamente) dormí como una embriona, que diría Calvo, diosa del verbo. Cuando desperté estaban sentadas a mi lado, vestidas para matar, las Cacao Maravillao, que eran unas negras de metro noventa que traían de Río (las podrían haber encontrado en Getafe o en Vilanova). Y es el momento de mi vida en el que me he sentido más embriona, te lo juro.
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