La(s) función(es) de la ciencia
Parece que finalmente la idea de que la ciencia es fundamental para potenciar la competitividad de nuestra industria ha calado en los distintos estamentos de la sociedad. Aunque la inversión pública en ciencia sigue siendo de las más bajas de Europa, empieza a haber iniciativas para incrementarla y para potenciar la transferencia de tecnología. Se crean parques científicos para acercar la investigación a las empresas, se anuncian planes para recuperar científicos de prestigio, y los ministerios de Educación y Ciencia y de Sanidad prometen inversiones en infraestructuras científicas. Pero ¿es la generación de tecnología la única función de la ciencia?
La ciencia es, ante todo, una manera de ver el mundo, una determinada manera de intentar comprender qué somos, entender lo que nos rodea y relacionarnos con ello. Aunque la visión científica es parcial y el desarrollo de las sociedades modernas necesita de otras aproximaciones a la realidad, a la ciencia le debemos muchos de los logros sociales que ahora nos parecen irrenunciables, y de las ideas que conforman la mentalidad contemporánea.
La ciencia nos da, además, herramientas preciosas para pensar y modelos conceptuales valiosísimos para desenvolvernos en nuestras vidas. Y deberíamos pedir a los científicos que cultivasen la ciencia y la transmitiesen a la sociedad para que estos beneficios fueran compartidos. Ésta tendría que ser la primera función de la ciencia y de los científicos: generar y compartir cultura científica.
Por otra parte, nuestra sociedad, e incluso nuestra vida, está cada vez más tecnificada y, aunque no sea necesario tener conocimientos de física cuántica para utilizar un teléfono móvil, es conveniente saber hasta qué punto una prueba genética puede ser predictiva del desarrollo de una determinada enfermedad. El avance continuo de la técnica nos propone cada día nuevas aplicaciones de las que debemos ser capaces de valorar los riesgos y los beneficios que nos pueden aportar. Para ello es necesario que la sociedad en general y nuestros políticos en particular tengan un conocimiento científico suficiente para poder participar en el debate y tomar las decisiones adecuadas. Transmitir a la sociedad el conocimiento necesario para entender la técnica sería, pues, la segunda función de la ciencia en una sociedad avanzada.
Por último, efectivamente, la ciencia puede generar aplicaciones que en algunos casos permitirán una mayor competitividad a las empresas del país y que pueden redundar también en una mejora del nivel de vida de la sociedad. Sin embargo, la priorización de las investigaciones atiende cada vez más a razones de mercado, por lo que no es extraño que empiecen a oírse voces que reclaman un cierto control de estos desarrollos técnicos y piden contención a los científicos en sus investigaciones. Los científicos solemos invocar la libertad de cátedra y nos escudamos en la distinción entre los descubrimientos científicos y sus aplicaciones, pero la relación entre ciencia y técnica, entre el desarrollo científico y sus aplicaciones, es cada vez más estrecha y empieza a ser difícil trazar una línea clara que los separe. Por otra parte, aunque sería tan absurdo poner cortapisas a una ciencia contemplativa como limitar la expresión de cualquier forma de pensamiento, podría ser razonable, e incluso conveniente, limitar ciertos desarrollos tecnológicos cuyo objetivo principal es el de generar productos de mercado de gran valor añadido, máxime cuando su generalización puede alterar sustancialmente la organización social y afectar a valores hasta ahora comúnmente aceptados.
El enorme éxito del método científico para generar tecnología nos está haciendo olvidar las otras funciones de la ciencia. Para mantener una ciencia capaz de crear cultura, de transmitir nuevos conceptos que nos ayuden a pensar, es necesario desligarla en parte de objetivos finalistas. Si seguimos empeñados en ver a la ciencia únicamente como una productora potencial de aplicaciones técnicas, perderemos la influencia de la ciencia en la cultura y crearemos un divorcio entre una tecnociencia mercantil y una sociedad acientífica que comprará algunos productos científicos y sufrirá pasivamente, a veces horrorizada, otras de sus aplicaciones.
Josep M. Casacuberta (jcsgmp@cid.csic.es) es vicedirector del Instituto de Biología Molecular de Barcelona (CSIC).
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