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Columna
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El Juanito

Uno recuerda, vagamente, algunos libros leídos en la niñez, cuando ya empezaban a estar pasados de moda. Hablo del primer cuarto del siglo XX. Inmediatamente después del "catón", donde aprendíamos a dibujar los palotes, es decir, el boceto gráfico de las palabras, había unos manuales que intentaban echar los cimientos de lo que se tenía por buena educación. Entre ellos conservaba su fama el Juanito, que era el niño modelo que hoy nadie dudaría en calificar de repelente y muchas madres pondrían bajo la vigilancia del siquíatra. Sus principales normas de conducta, de ser posible imaginarlo, aparte de la estricta higiene personal, consistían en ayudar a los ciegos a cruzar las calles -algo que hoy hacen sin asistencia alguna- y a ceder el asiento, cuando procediese, a las damas en general y a las ancianas y embarazadas en particular, ceder el paso y besar la mano de cuanto sacerdote se cruzara en su camino. Sospecho que a quien más fastidiaba esto último era al cura, expuesto a las babas y mocos infantiles.

Tales folletos o prontuarios pretendían plantar las bases del respeto hacia los mayores, con la lejana y agradable perspectiva de que, en el futuro, se comportasen de igual forma con sus mayores. Debo recordar algo para enfocar debidamente las costumbres de aquellas lejanas edades: las normas estrictas para la chiquillería eran más rígidas entre las clases llamadas modestas o humildes que entre las medias. Creo que mi propio padre llamaba de usted a los suyos, con una mezcla de respeto, admiración, cariño y temor que constituía la plataforma de las relaciones familiares. Quedaba de esto último una fórmula genérica."Cuando mi padre me llama de usted, es que ha habido bronca o es que la va a haber", pues en esos casos los progenitores enfadados subrayaban el trance restituyendo el tratamiento: "¡Venga usted aquí, caballerete!", o "¡acérquese, jovencita!", que solía ser preludio de una bofetada o una regañina de consideración.

Nada vuelve atrás y queda en la órbita de lo especulativo, con los cánones actuales, hacer consideraciones sobre si aquellas normas mejoraban la convivencia, tanto familiar como social. Tras lo padres, el maestro, la profesora, el catedrático, las personas mayores en general, constituían el escalafón de los seres que el menor debía acatar sin rechistar. Esto quizá fuera excesivo, aunque la innata e imaginativa crueldad de la infancia debió envenenar y apesadumbrar la existencia de muchos infelices profesores, objeto de las más inhumanas vejaciones. Una de las primeras actividades de los escolares era poner motes a los enseñantes, refiriéndose a ellos siempre por el remoquete. Pero eran reacciones verbales que, en los casos de mayor audacia llegaban a prender un monigote de papel en la parte posterior de las prendas de vestir.

En la actualidad -confirmado por los seriales de televisión que tratan el tema de la infancia y adolescencia- los alumnos tutean a los profesores -a menudo solicitado por éstos, porque saben que lo van a hacer de todas formas-. No es privativo de ese ámbito. En un banco y cualquier oficina o si recalamos en un hospital o ambulatorio, da lo mismo que nuestra edad aparente ande por los 80 años; las ajetreadas enfermeras y los médicos nos llamarán por el nombre de pila, agraciándonos con un tuteo que no hemos pedido y no cambia, aunque respondamos ostensiblemente con el más seco "usted". Cosas de poca monta que cada cual asume como puede.

Parece que las autoridades académicas y culturales han llegado al descubrimiento de la aurora boreal que supondría recuperar en la enseñanza las buenas maneras y el respeto hacia el prójimo, como crisol de la futura ciudadanía.

No era solo el Juanito, sino las variadas lecturas que llegaban a las manos de los niños con el ánimo de suavizar su naturaleza. El libro Corazón, de Amicis constituía una especie de biblia infantil y código de comportamiento para que el nene y la nena apreciaran conductas heróicas y generosas. El otro día, en casa de un sobrino, este pretendía hacer alguna observación al más joven de sus retoños ensimismado en la lectura de un cómic erótico. "¡Venga, tío, no me des la vara y ábrete para otro lado!". Deduje que aquella criatura no había conocido, ni por el forro -quizá tampoco sus progenitores- el Juanito. Como pueden ustedes comprender, me hice el distraído.

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