Relativismo
Quedan pocos artículos de fe después de la jornada electoral del pasado domingo. Sabino se bajó del pedestal y, tras darse un garbeo por los Jardines de Albia, comprobó horrorizado lo que la democracia ha hecho de su pueblo, de su feliz república de Abando: un atajo de horteras amarrados al fútbol y a las tascas, a las videoconsolas y a los chats más casposos de Internet. Una cuadrilla de abstencionistas y votantes erráticos de un lado. Una parroquia inmóvil y pasmada del otro.
Nada es sagrado ya en esta sagrada tierra. Este sagrado pueblo milenario no se deja guiar debidamente, es como el ciego obtuso que se niega a que le ayuden a cruzar la calle. "La sociedad vasca", acaba de decir el señor lehendakari en funciones, "es endiabladamente inteligente". Lo cual quiere decir, además de que la inteligencia puede cargarla el Diablo, que si la sociedad le hubiese dado un multitudinario apoyo a su proyecto, sería de seguro menos inteligente y más angélica. La Iglesia ha valorado desde siempre la bendita ignorancia y ha desconfiado del árbol de la ciencia, al que a menudo ha dado buenas podas. Pero ahora es diferente. Después de la jornada electoral del pasado domingo todo vale en el pueblo milenario. Cualquiera es bueno para gobernar y todos (hasta los fantasmáticos candidatos del PCTV) pueden ser excelentes contertulios. De pronto todo vale (todos valen) en la vieja reserva espiritual.
Claro que Benedicto XVI ha arremetido contra "la dictadura del relativismo", aunque a la hora de hablar de dictaduras parecería más propio hablar de China o Cuba (como acaba de hacer Ignacio Vidal-Folch en su última novela dedicada a la izquierda literaria y turística) que de relativismos culturales. Pero tiene razón el "rottweiler de Dios" (así le llama el Daily Mirror al papa Ratzinger) a la hora de largar contra el relativismo que instilaron en las mentes sencillas de la gente unos cuantos sociólogos ociosos a principios del siglo pasado.
Aunque no creo en dogmas, reconozco que nunca he caído en el nefando vicio de los relativismos. Sigo pensando que el techo de la Capilla Sixtina es objetivamente más valioso y más bello que un calcetín de Tàpies; que la literatura de Isabel Allende es puro todo a cien y que cualquier novela de Henry James sirve para poner en evidencia la subnormalidad de El Código Da Vinci. Tampoco he sido nunca relativista ético. Creo que hay pautas éticas universales, derivadas de nuestra común naturaleza humana. Acepto la existencia de pautas morales de carácter transcultural, incluso válidas para pueblos milenarios como el nuestro. Lo de que todas las opciones son válidas es una buena rueda de molino con la que en este país nos llevan obligando a comulgar muchos años. No todo es relativo: es mejor estar vivo que estar muerto.
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