'Panzerkardinal'
Ratzinger. Benedicto XVI. Nuevo Papa. Frialdad en el recibimiento. Durante el mandato de Juan Pablo II, éste mantuvo el papel de policía bueno, mientras que a Ratzinger le correspondía, desde la Congregación para la Doctrina de la Fe, el de policía malo. Mal antecedente para el puesto que ahora ocupa. Esto no quiere decir que el papel de policía malo no sea necesario en toda organización, pero sí que el tránsito de la misma persona de uno a otro cargo no resulta un gran acierto de imagen. No obstante, la crítica sobre el nuevo Papa merecería algunas matizaciones.
El magisterio de los papas vincula a los creyentes en dos ámbitos, la fe y las costumbres. Por eso, que se critique el carácter dogmático u ortodoxo del nuevo Papa resulta cuando menos paradójico. ¿Cómo no va a ser ortodoxamente católico este u otro Papa? Estaría bueno que no lo fuera. Otra cosa es que muchos términos del lenguaje católico han adquirido, en la sociedad laica, una connotación peyorativa. Por poner sólo un ejemplo: excomulgar parece hoy el colmo de la intolerancia, pero todo el mundo acepta de buen grado que cualquier organización abra un expediente disciplinario que puede culminar en la expulsión. En definitiva: sólo hay prejuicio semántico. El Papa defiende la ortodoxia, proclama el dogma católico. ¿Qué debería hacer? Un tema distinto es que la Iglesia, aparte de en la fe, insiste en incidir en las costumbres, y aquí está claro que tiene mucho que cambiar porque su alejamiento de la gente, de casi toda clase de gente, es cada vez más profundo. En esto habría que pedirle una decidida y radical evolución, y no para alejarse de no sé qué principios fundacionales. No se me ocurre nada más fundacional que una evangélica comprensión de los problemas, dificultades y sufrimientos de la gente. Y a este respecto no estaría mal recordar ese pasaje de San Pablo en el que, a cuenta de las polémicas en que se vio envuelto el cristianismo con relación a la ley judía y sus estrictos preceptos, el apóstol lanzó una de las réplicas más revolucionarias de la entonces nueva religión: que el que ama, aquel que ama, cumple toda la ley.
Tras la elección del nuevo pontífice se suceden las opiniones de diversos personajes, opiniones que muestran la extrema pluralidad de la Iglesia actual. Eso de la pluralidad es un socorrido fetiche discursivo; pero si se busca cierta coherencia, al menos dentro de la misma organización, la pluralidad resulta abominable. Las organizaciones plurales hasta el punto de abarcar todo el espectro ideológico acaban estallando en pedazos. El carlismo aún mantenía cierta base social en las décadas 60 y 70 del siglo XX, pero como se movía desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, era evidente que aquello iba a estallar por los aires, o meramente disolverse, como así ocurrió.
La Iglesia corre el riesgo de experimentar algo parecido. Y en el problema que supone esa desatada diversidad no sólo tienen parte de responsabilidad los sectores más conservadores, sino también los denominados progresistas. Por citar ambos extremos: esta semana se ha oído a un miembro del Opus Dei manifestar sobre el nuevo pontífice impresiones casi mágicas, en el sentido de que "su mirada puede verte el interior" y otras supersticiones parecidas. Son formas de admiración que rayan en la idolatría, o quizás algo peor, que buscan ciegamente el favor papal, quizás para agilizar algún proceso de santificación que ya tienen en marcha.
Pero al mismo tiempo sorprende la displicencia, cuando no explícita hostilidad, con que muchos teólogos progresistas han recibido el nombramiento. Al margen de evitarse cualquier muestra de ánimo fraterno o de evangélica humildad, alguno incluso se permitió en las ondas un sarcasmo sobre la influencia del Espíritu en la elección de los papas. No es que eso sorprenda en general, pero sí en labios de un teólogo. Y ello quizás debería llevarle al diván de un psiquiatra, ciertamente no para elucubrar sobre el Espíritu, sino sobre las equivocaciones vocacionales de su biografía y lo mal que se sobrellevan con la edad. En torno a eso que se llama teología progresista afloran a veces rencores inconfesables, enredo doctrinal y, desde luego, mucha frustración política.
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