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Columna
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Esclavo

"EL CIELO escribe la historia, y sólo allí se conoce la verdad. Al fin, cada hombre sólo es responsable de sí mismo". Tal es la reflexión que se hace, ya de vuelta de su atribulada existencia, Jacob, un judío superviviente de las grandes matanzas que tuvieron lugar en la Polonia del siglo XVII. Asesinados casi todos los miembros de su familia, tras el sangriento exterminio de judíos perpetrado por el atamán Jmelnitski y su horda de cosacos, el fugitivo Jacob es vendido como esclavo por unos bandoleros a un pequeño propietario rural polaco, que lo emplea como pastor de ganado en una zona montañosa apartada. Todavía joven y fuerte, este sufrido varón, de figura elegante, y que había nacido en una familia cultivada, se ve obligado a sobrevivir en la soledad de la naturaleza y sin más expectativa que la de pasar inadvertido hasta morir.

Tal es el arranque de la novela El esclavo (Ediciones B), de Isaac Bashevis Singer (Radzymin, Polonia, 1904-Nueva York, 1991), emigrado a Estados Unidos en 1935, donde se nacionalizó e hizo una brillante carrera literaria, pero sin dejar nunca de escribir en su yídish natal. La pericia de Singer en este deslumbrante relato es cómo, a partir de lo que parece de entrada una historia concluida, no sólo se produce un aluvión torrencial de vida, sino que logra plasmar la paradójica fuerza revitalizante de lo más negativo.

De esta manera, el solitario esclavo descubre en su precaria situación la luminosa belleza de la naturaleza, de la que se siente parte, pero, sobre todo, el sentido de la libertad y del amor. Este último, además, en forma de un apasionado romance con una campesina, de hermosa alma, pero en la que se reúnen todos los inconvenientes imaginables para que fructifique la relación entre ambos.

A pesar de los muchos pesares que se ciernen sobre este imposible afecto, cuyo relato da una apasionante sustancia a la novela, el profundo amor que se profesan estos seres extremos vence hasta la muerte, como así lo subraya el protagonista, Jacob, que, ya en trance de agonía, "recordaba haber leído en un libro de ética que incluso el que muere en la cama es mártir", pues "el mero acto de morir es ya ofrenda de un sacrificio".

No son, por tanto, los accidentados avatares que sufren estos amantes los que mantienen en vilo la atención del lector de la novela El esclavo, sino el comprobar cómo, a través de ellos, se anuda el sentido de la existencia.

Despojado aparentemente de todo, cuando se siente morir, Jacob cree ver la resplandeciente efigie de su amada, que le susurra: "Ya hemos estado separados bastante". La pérdida se convierte entonces en un encuentro, como, antes, la esclavitud se había transformado en liberación, y ésta, a su vez, en vínculo. El hombre, en efecto, no puede elegir su destino, pero sí las ataduras que lo han de llevar más allá de sí mismo, quién sabe dónde, pero, en todo caso, a la promisión de la tierra, que acoge, por igual, su agitación y su paz. Así sea.

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