'Esplendor en la hierba'
EL PAÍS ofrece mañana, por 8,95 euros, una obra maestra de Elia Kazan
Esta historia ocurre en el remoto Kansas y en un remoto 1928, que se asomaba al precipicio de una crisis económica sin precedentes. También la película fue realizada en el ya bastante lejano año de 1961. Desde entonces, sucesivas generaciones de jóvenes hemos salido del cine como si acabásemos de pasar por una de las mayores decepciones que el futuro nos tuviese reservada. Salíamos envueltos en la nostalgia de algo que aún no había sucedido. Y salíamos con la vaga angustia de que inevitablemente acabaríamos sintiendo lo mismo que Deanie y Bud en su encuentro final, pero sobre todo que, de no llegar a sentirlo, sería mucho peor porque podría significar que nos habíamos perdido algo maravilloso e irrepetible. A esta contradicción de huir de lo que nos hace daño y al mismo tiempo ir hacia ello, de tener que perder algo en la vida para poder recordarlo, es a lo que seguramente llamamos sabor agridulce cuando nos referimos al cine de Elia Kazan.
El propio Kazan fue un sujeto bastante agridulce. Su grandísimo talento no le impidió ese gesto tan mediocre y cobarde de colaborar en 1952 con el siniestro Comité de Actividades Antinorteamericanas, que dañó la carrera de otra gente de Hollywood. Una actitud que le ha acarreado enemigos, antipatías, falta de reconocimientos o en todo caso no unánimes como el Oscar honorífico de 1999 y, ante todo, una admiración a regañadientes. La verdad es que parece uno de esos personajes suyos tan antipáticos e irritantes, llenos de ambigüedades y contradicciones. No es extraño que comprendiese tan bien las debilidades de Blanche DuBois, de Stanley Kowalski, de Bud Stamper, de Cal Trask. De no haber puesto mucho de sí mismo en sus obras no habría resultado un cine tan personal, no se podría hablar del mundo kaziano, basado en la siempre tensa relación entre la realidad y el deseo. Kazan tenía el don, como Tennessee Williams, que se lo contagió, de saber descubrir los recovecos donde se esconde lo desagradable, el tormento, lo turbio, lo deprimente y lo cruel de la condición humana, de cualquiera que anda por la calle. Al fin y al cabo, si el mundo no es una maravilla es porque tampoco nosotros lo somos. En este sentido, Un tranvía llamado deseo resultó una fusión perfecta de dos personalidades que conocían el lado oscuro. Qué época aquella de los inicios del Actor's Studio, de Elia Kazan, Tennessee Williams, Arthur Miller, de un mundo que dejaba su espanto en los ojos de Montgomery Clift, su oblicuidad en los andares de James Dean, su aspereza en el gesto de Marlon Brando. Se podrá decir cuanto se quiera de las aplicaciones del método, del barroquismo de las actuaciones, de lo subrayado de los personajes, del énfasis de las situaciones, el caso es que no se ha vuelto a repetir un fenómeno así, y el caso es que funciona en la mente del espectador hasta crearle anticuerpos.
Todos los recursos que Kazan utiliza en su cine -desde los detalles del comedor de los Loomis en Esplendor en la hierba hasta los vestidos de la señora Stamper- le sirven para expresar un mundo incómodo como la rozadura de un zapato. Por eso, la cojera del vociferante padre de Bud Stamper, que vista de forma aislada resulta excesiva, en el conjunto es percibida como el constante dolor de muelas del hijo y lo mismo podría decirse de la chirriante hermana, suficiente para romper la tranquilidad que Bud necesitaría para llevar adelante su romance. Y es que Esplendor en la hierba tiene todos los elementos de una comedia romántica. Chico y chica, estudiantes de secundaria, enamorados y dignos de amor por parte de los espectadores, rodeados de los típicos inconvenientes generacionales con los padres, que ya fueron abordados por Kazan en Al este del edén.
Las diferencias entre Deanie y Bud son las aceptadas en la época: él es más alto y más rico que ella, pero ella es más dulce e inocente. Y, sin embargo, desde el principio, hay algo demasiado tirante, demasiado intenso en el ambiente, algo que necesariamente ha de estallar. Porque en el fondo Kazan está utilizando un idilio juvenil en un entorno de moral estrecha, en que a las mujeres son divididas en fáciles y decentes, para trasmitirnos la idea clásica del paso del tiempo. Y para que no haya lugar a dudas la remacha con los demoledores versos de Wordsworth, como si no fuera suficiente con ese final en que Kazan viste a Natalie Wood (Deanie) de blanco radiante, de belleza e incluso de sonrisa para que el dolor de la aceptación por todo lo que ha perdido resplandezca de forma insoportable. A su alrededor, la nueva vida de su antiguo amor, la granja, Bud con mono de faena en lugar de su vestimenta de estudiante y las botas colgadas al hombro derramando sensualidad por los pasillos del Instituto. Angelina, su mujer, entre la grasa de la realidad, limpiándose un tenedor en la falda. Y, para colmo, el hijo de Angelina y Bud, que una desconcertada Deanie coge con sus elegantes y pulcros guantes y abraza como queriendo retener un trozo de aquello que no fue. Podría haber sido, pero no fue, parecen decirse Deanie y Bud con unas miradas de las que está excluida la pobre Angelina, que tiene esto, pero no aquello: el sueño, la juventud, la ilusión. A Kazan este final, en su línea más agridulce y triste, le gustaba. Confesaba que aunque esta película no era su favorita, su último rollo sí lo era. La elección de Natalie Wood para el papel de Deanie fue providencial. Esa chica de grandes ojos y grandes emociones, la adolescente de Rebelde sin causa y la tierna María de West Side Story, crea con la fuerza de sus deseos un Bud fascinante, que en el fondo es bastante vulgar, y lo coloca en el centro de aquellos días de esplendor en la hierba y de la gloria en las flores de los que nadie se libra.
Este texto se incluye en el libro-DVD de Esplendor en la hierba que se podrá adquirir mañana al comprar EL PAÍS.
Un gesto para el resto de su vida
Esplendor en la hierba, de 1961, fue interpretada en sus papeles principales por Natalie Wood, Warren Beatty, Pat Hingle, Audrey Christie, Barbara Loden, Zohra Lampert, Phyllis Dillier, Gary Lockwood, Sandy Dennis. Productor y director: Elia Kazan. Guión: William Inge. Fotografía: Boris Kaufman. Música: David Amram. Pocos sucesos en la vida de un ser humano resultaron ser más condicionantes para Kazan que su última y voluntaria declaración, en 1952, ante el Comité de Actividades Antiamericanas, en el que denunció a 15 compañeros de profesión. En 1988, en su autobiografía, escribió: "... no soy más que un tipo normal que va tirando, que persigue sus intereses y quiere sobrevivir... que está enfadado la mayor parte del tiempo, o por lo menos tiene aspecto de enfadado y nunca sabe muy bien por qué. Así que no puedo echar la culpa a los demás de que piensen ciertas cosas de mí".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.