'Coco' somos todos
En Valencia no se habla de otra cosa: una familia de chimpancés se fugó de nuestro siniestro zoo de Viveros y el macho fue abatido por la policía mientras que la hembra y las crías han sido devueltas a su jaula. Una historia poco edificante: uno habría esperado que la policía dispusiese de armas más sofisticadas para reducir animales supuestamente peligrosos y también que una ciudad que se dice del primer mundo habilitase de una santa vez instalaciones dignas para encerrar fieras en semilibertad. Pero lo que me interesa no es este estallido de compasión por los animales, el cual tiene algo de histeria compulsiva. Al fin y al cabo, en nuestros pueblos se sigue ahorcando cruelmente a los perros -bien lo sabía César Simón, quien escribió un texto memorable sobre ello- y se persiste en la bárbara práctica del bou embolat sin que nadie diga nada (al contrario: se supone que es un motivo de alegría popular). Tampoco es mejor el destino de los animales domésticos urbanos en cuanto se acercan las vacaciones estivales: de aquí a un par de meses nuestras carreteras estarán llenas de cuerpos sanguinolentos de lo que fueron perros, gatos y hasta pájaros abandonados a su suerte en una selva de automóviles.
No, todo esto es triste, pero no es de lo que quiero hablar. De lo que quiero hablar es del hecho de que, fuera de los ambientes más politizados que no pueden dejar de cebarse en los resultados de las elecciones vascas, la gente del común sigue hablando de Coco. En el mercado, en la peluquería, en el bar, en las cartas al director de los periódicos y en las tertulias radiofónicas todo el mundo habla y habla de Coco. ¿Y a dónde se dirigía nuestro chimpancé? Pues a un mundo tan opresivo o más que la jaula que intentaba abandonar. Valencia es una ciudad que invita a la huida: barrios señoriales descuidados cuyas casas se están cayendo -Russafa, Velluters, El Carme- o barrios de nueva creación -casi todos los demás- en los que solares sin vallar llenos de basura alternan con un disparate de feas casas de todos los tamaños generalmente mal alineadas, con pocos espacios verdes y escasos servicios sociales. Sí, ya sé que está la Ciutat de les Arts y los alrededores de Colón, pero ¿quién vive ahí? Además, aun suponiendo que Coco hubiese logrado atravesar Valencia sin perderse en ese laberinto, tampoco lo habría tenido mejor. Hacia el este una barrera infranqueable de cemento levantada en el último cuarto de siglo le ha cerrado para siempre el paso a las tierras africanas de las que procede; queda algún hueco en la muralla, pero avispados constructores ya lo están taponando mientras las terceras y cuartas líneas de fortificación se cotizan al alza. Hacia el oeste la barrera es más sutil, aunque más peligrosa si cabe: simplemente no hay nada, millas y millas de desierto en lo que un día fueron campos de naranjos, de olivos o de almendros y alegres poblaciones de interior -Alt Millars, Alt Palancia, Serranos-, sólo la nada: como mucho, nuestro chimpancé se toparía con otras jaulas parecidas a la suya -las llaman puticlubs- o con explotaciones de áridos a cielo abierto, heridas de la tierra en las que la devastación todavía es mayor (el presidente Camps ha propuesto un plan de dinamización de las comarcas del interior: bienvenido sea, aunque, a tenor de lo que está pasando en algunos sitios como Montanejos, parece que tendremos cemento y cemento, más de lo mismo). Si, en fin, optase por huir hacia el norte, encontraría una región que le han definido como enemiga y en la que, le dicen, no podría entenderse porque hablan una lengua distinta. Si hacia el sur, es dudoso que pudiese traspasar el muro de tiroteos y navajazos -ajuste de cuentas, se llama ahora- que las mafias de todo el mundo han montado en nuestra frontera meridional.
Sí, no les quepa duda, nuestro chimpancé habría vuelto mansamente a su jaula a poco que le hubiesen dejado paladear la ¿libertad? La gente lo sabe -o lo intuye- y por eso hablan tanto de él: es que están reflexionando en voz alta sobre sí mismos. Porque no sólo es la Comunidad Valenciana en la que viven. El régimen carcelario se extiende a casi toda su vida personal. Suelen habitar una vivienda pequeña, en la que se oye todo, en la que es imposible no oler las fritangas del vecino y que, encima, todavía están pagando. Suelen tener un trabajo insatisfactorio y generalmente precario, en el que alguien les acosa, en forma de mobbing, de agresión sexual o de las dos cosas al mismo tiempo. Suelen arrastrar una existencia monótona festoneada por los hitos nada excitantes de los programas que cada noche les trae la televisión. Suelen no comprender el mundo de sus padres, discutir con su pareja e irse distanciando progresivamente de sus hijos. Sus únicas alegrías acostumbran a consistir en un partido de fútbol o en un colocón de gran almacén de vez en cuando y en un apartamento en alguna playa atestada durante el mes de agosto. Y aunque no se atreven a formularlo explícitamente, es inevitable que de forma borrosa, en el trasfondo de la conciencia, se den cuenta de que viven en una cárcel que está metida en otra cárcel que está metida en otra cárcel.
Así que no es de extrañar que hablen tanto de Coco: no porque les preocupen los animales enjaulados, no porque estén descontentos con los métodos de nuestra policía, no porque tengan miedo del peligro que dicho chimpancé presuntamente representaba. Fundamentalmente hablan de él porque saben que su historia es también la de cada uno y cada una, que Coco somos todos, sólo que nosotros no hemos tenido el coraje de morir en busca de la libertad.
(lopez@uv.es)
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.
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